“Toda relación de hegemonía es necesariamente una relación pedagógica, y se realiza no sólo dentro de una nación, entre las diversas fuerzas que la componen, sino en el terreno internacional y mundial, entre grupos de civilización nacionales y continentales”, plantea Antonio Gramsci en Cuadernos de la cárcel.
Esta referencia a Gramsci no es un mero recurso retórico: es una clave inicial de lectura. En Uruguay, el think tank Ágora, recogiendo y actualizando la matriz discursiva de Eduy21, despliega una estrategia política, pedagógica e intelectual orientada a construir consenso en torno a una reforma educativa funcional a los intereses de la clase dominante. Lejos de limitarse a la producción técnica de insumos o diagnósticos, Ágora se posiciona como operador cultural en la disputa por el sentido común, desactivando el conflicto social mediante una narrativa de modernización, diálogo y supuesta neutralidad.
Paradójicamente, lo que se presenta como un ágora (una plaza abierta, democrática, plural) opera más bien como una plaza sitiada: cercada por discursos tecnocráticos, custodiada por expertos y al abrigo de la legitimidad de lo supuestamente neutro. Así, lejos de habilitar la confrontación de intereses y visiones del mundo, se impone una pedagogía de la domesticación: se encuadra el conflicto, se lo reduce y se lo traduce en términos compatibles con un orden ya definido de antemano. La hegemonía, en este escenario, no reprime el disenso, lo absorbe; no elimina el conflicto, lo normaliza.
En el campo de las políticas educativas, no siempre lo nuevo es realmente nuevo. A veces los diagnósticos cambian de tono, los documentos se editan con lenguaje actualizado, se convoca actores diversos a mesas de trabajo, y se ensaya una mayor apertura discursiva. Pero cuando se examina el contenido detenidamente, lo que aparece es una continuidad programática sostenida, una matriz de ideas que persiste, se adapta y vuelve a instalarse con pretensiones de consenso técnico y neutralidad ideológica.
Tal es el caso del documento “Vestime despacio que tengo apuro. Nueve consensos para mejorar los resultados en educación”, que retoma (casi sin modificaciones de fondo) el núcleo conceptual ya formulado en el Libro abierto de Eduy21 (2018), que a su vez actualizaba y sintetizaba de forma implícita una serie de documentos internacionales que, desde los años 70, han contribuido a instalar una matriz global de sentido sobre la educación y a consolidar un discurso reformista hegemónico.
Lo que se presenta como resultado de un proceso plural de diálogo multisectorial reproduce, con otras formas, el mismo dispositivo de reforma: centrado en la gestión por resultados, en la individualización de las trayectorias y en la tecnificación de los problemas educativos.
Una de las claves de esta persistencia está en el modo en que se define el problema. Ambos documentos coinciden en ubicar el centro de las políticas en las trayectorias personales de las y los estudiantes. La educación aparece así como un itinerario individual, más o menos exitoso según se logre adecuar el diseño institucional a la diversidad de contextos. En el documento de Ágora se afirma: “El sistema educativo y la acción estatal deben trabajar articuladamente para poner en el centro de su acción las trayectorias personales de los y las estudiantes”. En Eduy21, la formulación es casi idéntica: “El sistema educativo debe estar centrado en las trayectorias educativas de los estudiantes, articulando apoyos personalizados y políticas focalizadas”, según planteaba el Libro abierto de esa organización.
Desde esta reiterada propuesta de “marco”, el sistema no es interrogado en su función social ni en su reproducción estructural de desigualdades. Se diagnostica un problema de aprendizajes, no de justicia. Como resultado, la política pública se organiza en torno a dispositivos de acompañamiento, tutorías, orientación y flexibilidad curricular y de asistencia que, aunque puedan tener efectos paliativos, no modifican las bases materiales que condicionan el acceso y la permanencia educativa. Y allí el retorno eterno a disfrazar con didactismo lo que es esencialmente ideológico. Bajo el ropaje de la inclusión y la personalización, se impone un marco competencial que reduce el proceso educativo a un entrenamiento de habilidades evaluables, fragmentando los saberes y desplazando al sujeto colectivo por un individuo adaptable, resiliente y competitivo. Mientras el éxito o el fracaso escolar se atribuyen al mérito individual, las condiciones materiales de origen se vuelven invisibles.
Otro eje común, y asociado estrechamente a la autonomía estudiantil, es el de la autonomía institucional. Se presenta como una estrategia para democratizar la toma de decisiones en los centros, pero su sentido concreto se inscribe en una lógica de descentralización funcional, rendición de cuentas y competitividad. En Ágora se plantea que: “Uno de los principales desafíos apunta a conferir mayor autonomía a los centros educativos. Para ello deben contar con modelos pedagógicos y con equipos profesionales, equipamiento e infraestructura que posibiliten la inclusión y acompañamiento de la diversidad de procesos”. Eduy21 ya sostenía en 2018: “Los centros educativos deben ser autónomos en la definición de sus proyectos pedagógicos, y rendir cuentas de sus resultados ante las autoridades y la comunidad”.
Uno de los mecanismos más eficaces del poder hegemónico ha sido la apropiación de los lenguajes de cambio —diálogo, consenso, calidad, inclusión— para vaciarlos de su contenido crítico y devolverlos como formas neutras, técnicas, inofensivas.
La noción de comunidad educativa, en el sentido del sujeto colectivo, es sustituida por la de comunidad de aprendizaje, bajo criterios de eficiencia organizacional. Esta forma de pensar la autonomía diluye el conflicto, desconecta a los centros de sus comunidades y subordina la política educativa a métricas externas y de competitividad.
En lo que respecta a la figura docente, se les reconoce como “agentes clave”, pero bajo condiciones cada vez más reguladas y evaluadas. No en el marco de una agenda de avance en derechos, sino como política de control asumida desde la desconfianza. Uno de los puntos más significativos (y preocupantes) en esta continuidad programática es la propuesta de reforma del estatuto docente. En ambos documentos se la considera una condición indispensable para alcanzar los objetivos de calidad y equidad. Ágora afirma: “Debe reconocerse a los educadores como agentes clave del sistema educativo [...] La reforma del estatuto docente aparece como una condición necesaria para alcanzarlo”. Y más adelante profundiza: “Se propone establecer estándares claros y una metodología que permita la evaluación del ejercicio docente con una periodicidad adecuada”. En el Libro abierto de Eduy21 se lee: “La profesionalización docente requiere una nueva normativa estatutaria que reconozca la carrera profesional y las responsabilidades específicas del rol”.
Sin embargo, no se parte de un reconocimiento pleno del saber pedagógico construido colectivamente en los centros de estudio, ni de la especificidad del trabajo docente como praxis crítica, ni mucho menos como un compromiso a garantizar principios elementales como la libertad de cátedra. Por el contrario, se propone redefinir el estatuto en función de “roles”, “responsabilidades”, “carreras” y “mecanismos de evaluación”. Es decir, se busca alinear el ejercicio profesional con una lógica de segmentación, jerarquización y control, desplazando la dimensión colectiva y emancipadora del trabajo docente. Las condiciones de trabajo, en lugar de ser concebidas como derechos laborales conquistados colectivamente, se invocan desde la necesidad de eficacia, no desde el reconocimiento del trabajo. La sobrecarga burocrática impuesta por el nuevo currículo, la extrema burocratización del trabajo, el debilitamiento de los órganos de participación y el vaciamiento del rol pedagógico completan un panorama de creciente control y desprofesionalización.
Resulta elocuente que, fiel a la concepción empresarial y gerencialista de todo el documento, para subsanar algunos aspectos de las condiciones de trabajo docente, Ágora proponga “un cuadro de múltiples estímulos a su trabajo y condiciones de estabilidad en el ejercicio profesional”.
Estas propuestas no son neutras ni inevitables. Responden a una determinada concepción del mundo, donde la educación se entiende como herramienta de ajuste social, como palanca de movilidad regulada. Una concepción que naturaliza la desigualdad, gestiona la exclusión y desplaza la dimensión política de la pedagogía.
En este sentido, la continuidad entre Eduy21 y Ágora no es una casualidad. Así como tampoco es casual que desde el gobierno de la educación se promueva una revisión cosmética de la Transformación Educativa. Es la expresión coherente de un proyecto que, bajo distintas formas, persigue los mismos fines: modernizar el sistema sin alterar su lógica de fondo, preservando y garantizando los intereses de clase.
No deja de ser revelador que este discurso se reproduzca en ciertos sectores que, bajo el ropaje de una supuesta sensibilidad progresista, actúan como legitimadores de esta agenda, ni mucho menos que lo hagan desde la administración pública (pese a que los compromisos de campaña señalen lo contrario). Se trata de una izquierda del jet set que ha renunciado a la confrontación con el orden dominante y se limita a gestionar sus márgenes. En nombre de una equivocada concepción de equidad, abdica de toda vocación de cambios profundos que garanticen igualdad, y se convierte en colaboradora pasiva —cuando no entusiasta— de los mecanismos de domesticación cultural. Su rol es doblemente funcional: por un lado, intenta aportar la legitimidad simbólica del campo popular; por otro, desactiva la potencia crítica al convertir el conflicto en oportunidad de gobernanza.
La educación es, por naturaleza, un campo de disputa. Por eso el conflicto no es un desajuste: es la expresión legítima de proyectos sociales en tensión. Sin embargo, uno de los mecanismos más eficaces del poder hegemónico ha sido la apropiación de los lenguajes de cambio —diálogo, consenso, calidad, inclusión— para vaciarlos de su contenido crítico y devolverlos como formas neutras, técnicas, inofensivas. Así, se instala la idea de que el consenso es siempre deseable y que el conflicto es un estorbo, una irracionalidad o un síntoma de inmadurez institucional. Pero el consenso sin conflicto no es acuerdo: es imposición sin ruido.
Mientras la derecha se traza como objetivo estratégico la batalla cultural, sectores de izquierda (sectores que administran el Estado), ya sea por miedo, ya sea por convicción, adoptan posturas conciliatorias, trazando anchas avenidas de centro que terminan por convertirse en fosas para las mayorías. Lamentablemente para los intereses populares, parece una batalla perdida de hace 40 años, desde que los términos “reforma agraria” u “oligarquía” pasaron a incomodar, desde que la revolución y la libertad fueron tomadas por asalto, desde que se silenció a Marx y algunos no dijeron nada.
Gustavo Hellbusch es profesor de Literatura y secretario de Políticas Educativas y Relaciones Internacionales de la Federación Nacional de Profesores de Educación Secundaria.