Hay algo profundamente teatral –y por añadidura tragicómico– en la forma en que se despliega la seguridad en los partidos de fútbol. El operativo policial se ha convertido en un espectáculo paralelo, una suerte de puesta en escena con cámaras, escudos, caballos y coreografías que prometen orden mientras disimulan un fracaso persistente. La violencia en el fútbol no se combate, se representa. Y lo que se representa es una ilusión de control. Entran en escena cientos de efectivos uniformados, ocupando accesos como si custodiaran una frontera. Se filma, se transmite, se celebra. El operativo es visual, pero ineficaz: una imagen de firmeza para redes sociales y portales de noticias. Pero debajo del barniz mediático, la violencia sigue.

El operativo de seguridad, lejos de ser una herramienta técnica para reducir riesgos, opera como una escenografía con lógica de espectáculo. Se ordena para la cámara, no para el resultado. Los controles se despliegan de manera masiva, sin distinción, con un exceso de recursos que busca impresionar más que proteger. La imagen del orden sustituye al orden mismo. En lugar de estudiar patrones de conflicto, identificar actores relevantes o construir confianza con los entornos sociales del fútbol, se monta una demostración de fuerza cuyo único mérito es su estridente visibilidad.

Este modelo no sólo es ineficiente, sino que bloquea cualquier discusión seria sobre cómo prevenir la violencia. Porque cuando el foco está puesto en mostrar poder, todo lo demás queda relegado. La prevención exige tiempo, escucha, articulación institucional, trabajo con comunidades, datos confiables. Nada de eso brilla en un parte de prensa o en una transmisión en vivo. Y por eso, en este esquema, la inteligencia es vista como un lujo o una molestia: pensar, planificar, discriminar con precisión obliga a renunciar a la lógica del impacto inmediato. Pero el control no es tal si no es preciso. Proscribir no es tachar nombres al azar. Impedir el ingreso a estadios no puede convertirse en sanción preventiva sin debido proceso. No se trata de permisividad, sino de respeto al principio de legalidad.

El fútbol no necesita más espectáculo fuera de la cancha. Necesita seguridad con criterio, inteligencia operativa y un Estado que entienda que mostrar poder no es lo mismo que ejercerlo con justicia y eficacia.

Cualquier modelo de seguridad en el fútbol que no dialogue con quienes conocen la tribuna desde dentro —y que pueden diferenciarse sin dificultad del crimen organizado y sus caricaturas— está destinado al fracaso. Criminalizar toda forma de organización popular, desconfiar de todo saber que no venga del escritorio es repetir estrategias fallidas. La seguridad no se impone: se construye con quienes tienen legitimidad real en el territorio social del fútbol. Incluso la discusión sobre sanciones, más allá de su contenido, ha quedado atrapada en la lógica del espectáculo. Se debate con intensidad, pero sin enfoque preventivo. Y ni siquiera en ese marco se ha puesto en el centro lo más urgente: la herida grave que sufrió un funcionario policial dentro del estadio. Esa violencia concreta, documentada, queda fuera de cuadro, como si no encajara en el libreto de listas y declaraciones.

La lista negra, tal como hoy funciona, es una anomalía. Un sistema sin garantías que castiga sin juicio y que no mejora la seguridad. Blanquear esa lista no es suavizar la política de seguridad. Es someterla a reglas, evidencia y límites: los pilares mínimos de cualquier sociedad democrática. El fútbol no necesita más espectáculo fuera de la cancha. Necesita seguridad con criterio, inteligencia operativa y un Estado que entienda que mostrar poder no es lo mismo que ejercerlo con justicia y eficacia. En muchas ocasiones, la aplicación automática y poco inteligente de la lista negra no sólo ha fallado en su objetivo de mejorar la seguridad, sino que ha producido el efecto inverso: desarticular redes informales de prevención de violencia que operaban desde dentro de la tribuna. Al excluir de forma indiscriminada a referentes con capacidad de mediación y diálogo, el sistema ha anulado a actores clave en la construcción de una convivencia más sana.

No debería avergonzarnos reconocer este fracaso del consenso de castigo –que atraviesa distintos gobiernos y sensibilidades políticas– que consolidaron normas como la Ley 17.951 de Erradicación de la Violencia en el Deporte, la Ley 19.534 (y su reedición en la ley de urgente consideración) y, especialmente, el Decreto 1/2021 que reglamenta las listas de prohibición de ingreso. Estas herramientas, lejos de organizar una política preventiva basada en inteligencia policial y criterios verificables, han funcionado como mecanismos automáticos, opacos y deficientemente supervisados. No se han sustentado en evaluaciones técnicas serias, y existen cientos de casos documentados en los que el uso de estas listas fue claramente abusivo, afectando incluso derechos fundamentales como la libertad de expresión. Lo que debía ser una medida excepcional se transformó en un atajo para castigar sin pruebas, sin defensa y sin garantías mínimas.

Rodrigo Rey es abogado.