El jueves 26 de junio, el Tribunal Constitucional (TC) de España emitió una sentencia histórica avalando la ley de amnistía de los líderes independentistas de Cataluña por seis votos a tres contra el recurso presentado por el Partido Popular (PP). La ley que el presidente Pedro Sánchez impulsó tras su victoria en julio de 2023 fue aprobada por el Congreso en mayo de 2024 y rechazada dentro y fuera del Parlamento por toda la derecha española y el “Consejo del Reino” –al decir de Enric Juliana– autodesignado del socialista Felipe González y el conservador José María Aznar. La sentencia del TC –recibida con euforia por el gobierno– respondió punto a punto los motivos de inconstitucionalidad del recurso del PP y determinó que el proyecto es “legítimo, explícito y razonable” y “mejora la convivencia”. El nacionalismo está de moda en todas partes. Pero en España en modo pausa se reformula.

En 2011 la organización terrorista independentista vasca ETA anunció el “cese definitivo de su actividad armada”. Entre 2012 y 2024 EH Bildu, independentista de izquierdas, se consolidó como fuerza electoral determinante en Euskadi y Navarra con un talante responsable, moderado y generador de acuerdos dentro de las instituciones del Estado español.

El conflicto catalán entre 2012 y 2017 alcanzó un punto culminante por la declaración unilateral de independencia del Parlamento catalán el 27 de octubre de 2017, entre inmensas manifestaciones y referéndums. El gobierno conservador de Mariano Rajoy decretó la intervención del gobierno de Cataluña y las causas judiciales llevaron a la prisión o exilio a los líderes catalanes.

La ley de amnistía pacificó las pasiones y los hechos demostraron, como dice el periodista Carlos Cue –y se verificó en las elecciones–, que “la amnistía no sólo no reforzó al independentismo, sino que lo debilitó. (El socialista) Salvador Illa es presidente (de la Generalitat de Cataluña) porque el independentismo no sumó”. País Vasco y Cataluña hoy son espacios de paz y estabilidad para una España desacoplada hacia arriba del resto de Europa por su éxito en la economía.

Sánchez en la cornisa entre la caída y la gloria

España vive una polarización de clima de época. La corrupción es sistémica y viene del fondo de la historia. En ese escenario el gobierno afronta una tormenta por casos de coimas de empresas que hoy involucran a jerarcas del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y ayer a jerarcas del PP dentro de una ofensiva mediática asimétrica, con la corrupción del PP en Madrid o Valencia fuera de radar.

Esta semana Sánchez cambió la pisada con su posición de que el aporte de España sólo será 2,1% del PIB para el rearme contra la imposición de Trump de aumentar el 5% para todos los países de la OTAN. El presidente norteamericano se enfureció y amenazó con subir aranceles. Sánchez, imperturbable, reafirmó que “España es un país soberano”. Trump no puede poner aranceles a España porque son comunes con Europa y además, como lo hizo notar Sánchez, la relación comercial con España es claramente favorable a Estados Unidos: nadie dispara tiros en su pie. Trump regresó a Washington y cambió de tema en las redes. Sánchez es un héroe europeo, defiende a la vez soberanía y Europa, quita la alfombra de los pies de “patriotas” de Vox o el antiotanismo "ya" de Podemos.

Felipe contra Pedro

En este marco, Felipe González arremetió contra la sentencia del TC y avisó que no votará a Sánchez: la amnistía de los líderes catalanes independentistas es imposición de los nacionalistas. El choque, ya muy prolongado, entre Felipe y Pedro va mucho más lejos del enojo por el recambio de una generación por otra. Felipe encarna el mítico “grupo andaluz” que, junto con Alfonso Guerra como ala izquierda, encarnó el “socialismo renovado” que lo llevó a la secretaría general del PSOE en el Congreso de Suresnes de 1973 y a la victoria de 1982 con el 48% de votos tras 45 años de la elección del Frente Popular. El grupo protagonizó la democratización de España, la integración en Europa y la OTAN, la modernización y el Estado de bienestar. En los años 80 Felipe González se convirtió en figura central para América Latina, y polémica. Pero también –acentuado por la guerra con ETA– asumió que la idea de España consagrada en la Constitución de 1977 como “pacto de autonomías” había cerrado la cuestión de las nacionalidades.

Los regionalismos fueron presentados como nacionalismos artificiales –no así el nacionalismo español, que quedó fuera de la discusión–. Cada aparición pública controversial de Felipe, sin embargo, reabre una discusión profunda en toda la izquierda española y latinoamericana sobre su papel histórico.

El juicio de Felipe

Fuera de las polémicas sobre los Grupos Antiterroristas de Liberación (grupos parapoliciales que enfrentaron a ETA) o los escándalos de corrupción del final de su gobierno, qué podemos decir del legado de Felipe para España. He discutido con personas de izquierda y con liberales: el proyecto de Felipe no fue “tercera vía” tipo Tony Blair. Estudios de Maravall y Bresser mostraron el contraste con la devastación británica que dejó el fin de la industria del thatcherismo o el abandono de la salud y la educación.

La ley de amnistía pacificó las pasiones y los hechos demostraron, como dice el periodista Carlos Cue –y se verificó en las elecciones–, que “la amnistía no sólo no reforzó el independentismo, sino que lo debilitó”.

La transformación española es una denuncia brutal de la nada que dejó la destrucción de la industria protegida –insostenible, pero con aprendizajes– en Uruguay o América Latina desde los años 70. Toda la reconversión industrial española fue hiperestatal, con cifras de subsidio público gigantescas (e ineficientes en muchos casos, aunque no en el resultado global agregado) y hoy en los valles vascos vemos el acierto. El felipismo creó un sistema de salud universal, fortaleció la educación y las bases de un pujante sistema de ciencia y tecnología. ¿Aprovechó los fondos estructurales de entonces? Sin dudas. Fue vital para el lanzamiento internacional o latinoamericano de un capitalismo español muy dinámico, que, desde luego, una vez con los pies en el juego, se movió empujando a la derecha hacia más poder. Es inevitable resultado de crear burguesías modernas ingratas.

Pero en el tema nacional el grupo andaluz no terminó nunca de entender el problema español de nación inconclusa y las plurinaciones que aumentaban las libertades y las autonomías. Las naciones tienen diferentes fuentes de legitimación, sea el contrato social, sea la etnia, la religión. Pero todas las naciones empiezan por la narración convertida en “historia”, por lengua y por la escuela y los medios de comunicación, o como resistencia. Pero vascos, catalanes, e incluso gallegos hunden sus raíces en un tipo de vertebración nacional liderada por otra región, Castilla.

Imperio patrimonial y naciones inconclusas

El patrimonialismo es la indistinción entre el uso público y privado de cargos para beneficio personal. En América Latina venimos de ahí. El beneficio económico y cualquier apropiación de poder –por ejemplo, de los cuerpos de mujeres, niñas y adolescentes en patriarcados brutales– están asociados a la discrecionalidad sin reglas, contra las reglas o debajo de las reglas, y puede facilitar innovaciones productivas o asumir apropiación privada de renta pública por funcionarios comprados o corrupción estructural. La regla fundante del patrimonialismo es la legitimidad de las decisiones arbitrarias del monarca, presidente o jefe. Pero tiene múltiples combinaciones con la burocracia racional o los mercados impersonales. Los imperios ruso, otomano, hispánico son clásicos imperios patrimoniales. Pero el patrimonialismo no es un estadio superado de la modernización, sino un patrón persistente. En el capitalismo financiero hemos visto al presidente Donald Trump o el caso $Libra en Argentina.

Castilla era el centro de un imperio patrimonialista apoyado en prebendas de leales –los hidalgos– y relaciones sociales de rasgos semifeudales (sin el contrato feudal a full, digamos) y el modelo colonial del latifundio andaluz. El imperio patrimonial se expandió dentro del modelo mercantilista del capitalismo inicial europeo sobre un aparato violentamente extractivo de minerales de América Latina y la conformación de sociedades estamentales allí por etnia y función social, con el apoyo organizativo de la iglesia católica que venía de la inquisición (con las contradicciones evidentes y conocidas en fray Bartolomé de las Casas, sor Juana Inés de la Cruz y el humanismo jesuita).

Barcelona y luego País Vasco, en sus ciudades entre valles, fueron centros de mercado. Barcelona inventó el capitalismo de competencia junto con las ciudades del norte de Italia. Aquella era un alma distinta del espíritu de cruzada, salvacionista de saqueo y no de acumulación capitalista, que definió a Castilla. Vascos y catalanes fueron también determinantes exploradores, navegantes y conquistadores. Pero el modelo era el patrimonialismo mediante el cual el rey distribuía formalmente el acceso a propiedades, privilegios y prebendas.

El modelo de las 13 colonias en América del Norte o Nueva Zelanda –el primero destruyendo los pueblos originarios, el segundo pactando la tierra con ellos–, por el contrario, nació como un modelo desobediente de libertad basado en comunas libres de colonos con poderes locales de asamblea y distribución democrática de la tierra. España se constituyó bajo esa tensión entre patrimonialismo oligárquico –hoy Madrid parece casi lo contrario, sede del capitalismo dinámico– y falsamente centralizador con regiones “periféricas”. El centro era regionalmente hegemónico, pero más atrasado, con una élite de hidalgos castellanos parásitos y aliados latifundistas colonos del sur andaluz, mientras las regiones “periféricas” eran centros de irradiación de mercados y potentes burguesías modernas desde el origen de la modernidad.

El rasgo mundial hoy original de América Latina reside en nuestro origen –desde las revoluciones de independencia– nacionalista contractual: la soberanía reposa en un pacto de libre consentimiento y es un acto de elección y no de determinación de la sangre contra la etnia o la religión. Pero todos los nacionalismos en España hoy son contractuales. El nacionalismo español también. Porque Cataluña, País Vasco, Galicia son naciones abiertas a toda la inmigración, no ciudadanías naturales; el cosmopolitismo también es su sello. Y como dijo el gran politólogo norteamericano Robert Dahl, una verdadera democracia supone reconocer los derechos democráticos de las minorías nacionales.

El grupo andaluz de Felipe y Alfonso nunca entendió que las autonomías sólo abrirían las alas de vascos, catalanes y hasta la Galicia del PP, pero que eso exigiría, tarde o temprano, redefinir España como pacto plurinacional.

Eduardo de León es sociólogo.