Voy a empezar con una pregunta incómoda: ¿qué sentido tiene hoy hablar de ética en política? Porque lo cierto es que para muchísima gente esas dos palabras no solo están separadas, sino que parecen incompatibles. Política suena a poder, a estrategia, a manipulación. Y ética suena a idealismo, a “buenas intenciones” que no sirven para gobernar.
Pero esta tensión no es nueva. Está en el corazón del pensamiento político desde hace siglos. Aristóteles decía que la política es la forma más alta de la ética, porque trata del bien común. Pero Maquiavelo, más tarde, va a separar completamente ambos planos: el gobernante —dice— debe hacer lo necesario para conservar el poder, aunque eso implique hacer cosas malas.
Y en el siglo XX, Max Weber retoma esta tensión con dos modelos: la ética de la convicción, que actúa por principios sin mirar las consecuencias, y la ética de la responsabilidad, que asume que toda acción política tiene efectos en los otros y que hay que hacerse cargo de ellos.
En tiempos donde la política parece cada vez más alejada de cualquier principio, esta discusión vuelve con fuerza. Porque no se trata solo de si los políticos son “buenas personas”, sino de algo más profundo: ¿cómo tomamos decisiones colectivas en un mundo atravesado por el conflicto, el dolor, la desigualdad y la urgencia? ¿Qué responsabilidades tenemos frente a la vida de las otras y los otros?
Hoy, ante la crisis climática, la expansión de la inteligencia artificial, las guerras, la precarización de la vida y el descrédito de las democracias, la pregunta ética se vuelve central. Pero no una ética individualista, abstracta, de manual. Sino una ética situada, concreta, que tenga en cuenta las condiciones reales en las que vive la mayoría.
Hoy, ante la crisis climática, la expansión de la inteligencia artificial, las guerras, la precarización de la vida y el descrédito de las democracias, la pregunta ética se vuelve central.
En ese sentido, los feminismos vienen proponiendo desde hace tiempo una alternativa ética y política muy potente: el cuidado. No el cuidado como algo “suave” o “maternal”, sino como una práctica profundamente política que reconoce la interdependencia entre los cuerpos, los vínculos, las instituciones y el planeta.
Pensadoras como Joan Tronto o Rita Segato nos invitan a pensar la política no como gestión de intereses, sino como responsabilidad por el otro, como garantía de condiciones para vivir vidas dignas.
En este marco, recuperar la ética en política no es un lujo, ni una ingenuidad, ni un gesto decorativo. Es una necesidad. Porque sin ética no hay justicia, sin justicia no hay comunidad, y sin comunidad no hay futuro.
Quizás el mayor acto político hoy sea volver a preguntarnos qué vidas consideramos valiosas y actuar en consecuencia.
Recuperar la ética en política no es volver al pasado, es imaginar un futuro donde cuidar y decidir sean parte de la misma lucha.
Sin ética, la política es sólo poder. Con ética, puede ser justicia. Si la política no se reencuentra con la ética, se vuelve puro control o puro cinismo. Y no vinimos a obedecer ni a resignarnos: vinimos a transformar.
Liliana Pertuy es frenteamplista y feminista, y socióloga de profesión.