La Cámara de Representantes aprobó en las primeras horas de ayer, por una contundente mayoría de más de dos tercios de los presentes (64 en 93), el proyecto sobre “Muerte digna”, que habilita y regula la eutanasia como práctica legal en el sistema de salud. La iniciativa pasará ahora al Senado, donde todo indica que se convertirá en ley. Fue, sin la menor duda, una decisión histórica y relevante, precedida por un largo debate desde el período de gobierno pasado, y casi todas las intervenciones se centraron en exponer argumentos.

El tema en discusión no es de los que causan estallidos de júbilo, pero el estilo reconforta en estos tiempos, aunque quizá se haya debido, en buena medida, a que en los tres partidos mayores –y sobre todo en los dos llamados tradicionales– había posiciones contrapuestas y voluntad de no dejar heridas abiertas.

Si la línea divisoria hubiera pasado entre el oficialismo y la oposición, tal vez el desenlace habría sido más tormentoso. Se tildó al proyecto de inconstitucional y en algún caso aislado hasta de nazi, se tergiversaron por momentos sus contenidos, pero se terminó votando civilizadamente.

Dicho lo anterior, parece oportuno señalar que algunas de las opiniones expresadas fueron inconsistentes y merecen una reflexión más profunda.

Los riesgos del disimulo

Es bastante obvio que gran parte de la oposición al proyecto se debió a creencias religiosas, pero las referencias a ellas fueron muy escasas en más de 14 horas de sesión. El arraigo en Uruguay del concepto de laicidad es muy profundo y determina que se reconozca, en forma casi unánime, que a la hora de legislar hay límites infranqueables. Hay un porcentaje considerable de personas creyentes en la ciudadanía, pero se asume que la tarea de quienes integran el Parlamento no es representarlas en tanto tales. Esto resulta positivo, pero a veces conduce a que las posturas confesionales se disfracen y los planteamientos pierdan coherencia.

En nuestro país, como en muchos otros, es muy frecuente la configuración ideológica que combina ideas religiosas conservadoras y propuestas derechistas en el terreno económico y social. Cuando se intenta defender las primeras sin llamarlas por su nombre, como sucedió en esta ocasión, el discurso puede ser contradictorio.

Un ejemplo notorio estuvo en el reiterado alegato sobre la necesidad de aumentar mucho la disponibilidad de cuidados paliativos antes de que sea legítimo hablar de eutanasia. Esto no sólo se apoya sobre la premisa falsa de que es posible “eliminar el sufrimiento”, sino que implica un búmeran conceptual. Si se aboga por un Estado que extreme su oferta de asistencia a cada persona, y se afirma que sin la plenitud igualitaria de ese apoyo nadie es realmente dueño de sus decisiones, no es lícito tolerar al mismo tiempo muchísimas otras desigualdades de la economía de mercado y la “meritocracia”, ni sostener que en ese marco la gente es libre.

Además, la reivindicación de la “muerte natural” como único desenlace aceptable de nuestro trayecto por el mundo debería conducir, por lógica, a condenas enfáticas de todas las guerras, y más aún de las matanzas y los terrorismos estatales que se quieren presentar como guerras.

Otra consecuencia de la argumentación camuflada fue la insistencia en el reclamo de más garantías para que las solicitudes de eutanasia no se deban al sentimiento culpable de ser una carga o a presiones externas, de personas allegadas o de un sistema de salud interesado en liberar camas y ahorrarse costos de asistencia. Si alguien está convencido en su fuero íntimo de que la vida es un don divino del que los seres humanos no debemos disponer, es probable que nada le parezca suficiente para evitar la posibilidad del pecado.

Para peor, y a la inversa, quienes vislumbran una motivación religiosa encubierta en la demanda de garantías pueden descalificarla de antemano, considerándola un ardid para prolongar la discusión y frenar el avance legislativo. Más valdría que la sinceridad pusiera cada problema en su sitio.

Nuestro, solamente nuestro

Por último, pero con crucial importancia, está la tesis temeraria de que la vida es un “derecho irrenunciable”, que el Estado debe proteger incluso contra la voluntad de quienes optan libremente por morir. Bajo esa idea del “orden público” hay una concepción totalitaria temible: la de instituciones estatales que saben mejor que nosotros qué nos conviene; marcan hasta dónde podemos informarnos, reflexionar y decidir; y definen sin consultarnos cuánto sufrimiento debemos soportar.

Tratándose de personas adultas y, como se decía antes, “en pleno uso de sus facultades”, eso no le compete al Poder Ejecutivo, ni al Legislativo ni al Judicial; tampoco al poder médico o a una institución religiosa. Como dijo hace tres años Clara Fassler, en una entrevista con la diaria, “definir cómo, cuándo y de qué manera se pone fin al sufrimiento” es un derecho humano, ese sí irrenunciable. El último que podemos ejercer.