En una época en la que todos hablan y pocos escuchan, se hace necesario preguntarse por qué la estupidez parece haberse institucionalizado. No es un síntoma menor de nuestro tiempo, sino uno de sus motores ocultos. Fredric Jameson y Giancarlo Livraghi, desde enfoques muy distintos, coinciden en una conclusión inquietante: vivimos en una cultura en la que la estupidez no sólo prospera, sino que se multiplica con eficacia sorprendente.

Jameson, crítico del posmodernismo, analiza la “lógica cultural del capitalismo tardío” como un escenario dominado por la superficialidad, el olvido de la historia y la fragmentación del sentido. Este ambiente produce confusión generalizada, debilita el juicio crítico y nos quita la capacidad de conectar el pasado con el presente y el futuro. La sociedad naufraga en un mar de mensajes instantáneos, emociones prefabricadas y relatos fugaces.

En contraste, Livraghi estudia la estupidez como una fuerza universal, especialmente peligrosa en sociedades fragmentadas y deseosas de certezas fáciles. Para él, la estupidez se expresa como terquedad: la negativa a revisar opiniones incluso cuando la evidencia demuestra lo contrario. La estupidez, señala, no es sólo individual: se contagia colectivamente, alimentada por la ignorancia, el miedo y la costumbre.

Resulta paradójico, entonces, que el estudio de la estupidez se haya convertido en un debate filosófico central sobre la vida social y política. Carlo Maria Cipolla la definía como el daño inútil –perjudicar a otros sin beneficio propio–, Paul Tabori la ridiculizaba y Livraghi se enfoca en la terquedad activa como el mecanismo que lo posibilita. Si antes fue visto como un defecto menor, hoy es un eje central en la era de los liderazgos imprevisibles, la confrontación digital y las verdades a prueba de crítica.

Si el posmodernismo, según Jameson, es el hábitat ideal, la terquedad de Livraghi es el canal por el que la estupidez se propaga. Nunca fue tan urgente plantearnos cómo impedir que la estupidez siga infectando el aire de nuestra vida pública. Nos va la vida en ello.

No puedo cambiar de opinión ni quiero cambiar de tema

Para Livraghi, la terquedad es la causa raíz de la estupidez: la negativa tenaz a revisar las creencias propias, incluso ante evidencia empírica fuerte que las contradiga, para mantener la coherencia interna. Toda disonancia cognitiva se resuelve públicamente en un sesgo de confirmación antes que en una evaluación racional o sensata de las evidencias, haciendo realidad la vieja ironía de “no dejar que la malvada realidad agreda a mi hermosa teoría”.

Esto no sólo termina perjudicando al individuo, sino también a su esfera de influencia, que puede ser más o menos importante según su alcance en redes sociales. Por eso el poder “estupidizante” de redes como Twitter/X es motivo de estudios particulares. El problema de la dimensión colectiva es que se trata de un efecto amplificado por dos condiciones del presente: la velocidad y la fragmentación del debate público en redes, y la presión grupal que premia la lealtad ciega y reprime la duda.

Mientras que Cipolla define la estupidez por sus consecuencias (daño sin beneficio), Livraghi se enfoca en las causas, el mecanismo interno que las produce. Resalta el poder de la estrechez mental, el rechazo a la autocrítica y la incapacidad de asumir un error. Lo obvio es que, si bien esto parece un proceso íntimo, basta ver a casi cualquier político en las redes y los medios para encontrar ejemplos de lo que estamos diciendo.

En este panorama, la terquedad se instala como campo fértil para la estupidez. Tanto en la vida política como en las redes sociales, reconocer un error o cambiar de posición suele considerarse un signo de debilidad, mientras que la obstinación es celebrada como fortaleza de carácter. Así, la obstinación se convierte en una de las grandes vías de propagación de la estupidez actual y bloquea la posibilidad de introspección honesta y aprendizaje común.

Nunca fue tan urgente plantearnos cómo impedir que la estupidez siga infectando el aire de nuestra vida pública. Nos va la vida en ello.

Por alguna razón, es más valorado ser consistente con las creencias pasadas que haber aprendido algo en el camino.

El que elige olvidar su pasado, etcétera

Robert Sternberg, en su trabajo “Por qué las personas listas pueden ser tan estúpidas”, sostiene que no es raro encontrar personas capaces, incluso con formación universitaria, atrapadas en creencias sin sustento debido a cinco sesgos cognitivos que distorsionan la percepción de la realidad. El paso parlamentario de César Vega ilustra con claridad cómo estos sesgos pueden marcar no sólo una carrera política, sino también el debate público.

1. Optimismo poco realista. Este sesgo lleva a sobreestimar el efecto de declaraciones y gestos simbólicos, creyendo que bastarán para transformar la opinión pública o las políticas de un país. Así, Vega apostó a que sus advertencias contra las vacunas, las denuncias sobre supuestos componentes como grafeno y chips, y las teorías de manipulación climática por chemtrails provocarían un cambio inmediato en la sociedad uruguaya. Pero lejos de eso, sus acciones dieron lugar a burlas, aislamiento institucional y un creciente descrédito público.

2. Egocentrismo intelectual. Aquí aparece la falta de disposición para reconocer valor en los argumentos ajenos. Vega interpretó cada crítica proveniente de científicos, comunicadores o pares parlamentarios como parte de una maniobra de desinformación o sumisión a intereses ocultos, reforzando su convicción de que su postura era la única verdadera.

3. Ilusión de omnisciencia. Este sesgo surge cuando una persona cree que cuenta con información suficiente para opinar y decidir sobre temas de alta complejidad, desestimando el consenso científico y la experiencia acumulada en el tema. En el caso de Vega, esta ilusión se tradujo en la promoción de teorías sobre la presencia de grafeno y chips en las vacunas o los efectos de los chemtrails, difundidas a partir de fuentes y testimonios marginales y carentes de evidencia rigurosa.

4. Ilusión de omnipotencia. Se presenta cuando se presupone que toda denuncia pública cambiará las cosas por el hecho de hacerse visible. El episodio en que Vega llevó personas al Parlamento alegando “magnetización” tras recibir vacunas buscó impactar en la agenda nacional. Pero la espectacularidad, lejos de generar alarma, puso en evidencia la falta de base científica y terminó profundizando el rechazo en la opinión pública. Ni hablar del fiasco que resultó el hecho de que algunas reconocieron no estar vacunadas…

5. Sensación de invulnerabilidad. Este sesgo impide reconocer la posibilidad de estar equivocado. Las críticas, el rechazo institucional y el progresivo aislamiento no llevaron a Vega a la autocrítica ni a revisar sus acciones. Por el contrario, los interpretó como pruebas de autenticidad y de una supuesta persecución, lo que sólo agudizó su desconexión del debate informado. En una entrevista en el programa Fácil desviarse citó al doctor Aldo Mazzucchelli como “un prestigioso científico” para invocar el principio de autoridad sobre el tema ya demasiado gastado de las vacunas (la pandemia había terminado hacía años). Con una soberbia enorme interpelaba a los conductores (algo difícil de hacer, quienes escuchan el programa lo sabrán), pero la realidad es que el citado doctor es catedrático de teoría literaria; así que es un prestigioso académico, profesor, escritor, poeta y muchas cosas, pero científico, lo que se dice científico, no lo es desde ningún punto de vista medianamente aceptable fuera de las condiciones de Livraghi.

El saldo de un derrape

La defensa persistente de argumentos desacreditados y la búsqueda constante de repercusión rápida terminaron relegando a Vega a una zona de marginalidad política y social. Su derrumbe parlamentario sirve de lección sobre los límites del conocimiento autodefinido y los riesgos de abandonar la autocrítica y el intercambio genuino por la reafirmación cerrada de las propias ideas. En las elecciones siguientes, los desencantados que lo llevaron a una banca votaron a Gustavo Salle y su hija con su agenda de neologismos absurdos (a no confundirse: Salle no es estúpido, es otra cosa mucho más peligrosa, pero es un tema para otra columna).

Por cierto, Vega hizo honor a Livraghi hasta el fin: lejos de asumir la derrota con algo parecido a elegancia o gallardía, afirmó: “Me ganó con un megáfono”. En fin...

Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.