Después de un período breve y dañino en el gobierno estadounidense, Elon Musk tiene más tiempo para dedicarse a sus empresas, y en los últimos días ha promocionado con intensidad Grok Imagine, una nueva herramienta para la aplicación de inteligencia artificial generativa (IAG) que está disponible –por ahora con limitaciones– en su plataforma X, antes llamada Twitter. Sirve para producir imágenes y videos breves a pedido de los usuarios, y un informe periodístico de The Verge destacó que ofrece, con la opción de “modo picante”, contenidos en los que personas reales aparecen semidesnudas y en actitudes sexualmente provocativas.

No es necesario señalar que este uso de la IAG (que no comenzó con Grok Imagine) viola derechos y facilita diversas formas de agresión y difamación, en varios casos delictivas. Ahora nos detendremos en un riesgo que podría parecer menor: sustituye y estanca la imaginación humana. Como otras herramientas de la misma familia, trabaja con un repertorio preestablecido para generar combinaciones que sólo son “nuevas” porque no existen fuera de lo virtual.

Malas artes decadentes

En junio de este año se lanzaron y fueron muy escuchados dos álbumes acreditados al grupo The Velvet Sundown, que resultó ser “un proyecto de música sintética guiada por una dirección creativa humana, y compuesta, vocalizada e ilustrada con el apoyo de inteligencia artificial [...] para desafiar los límites de la autoría, la identidad y el futuro de la música”, según informaron tardíamente los responsables de lo que llamaron “una provocación artística”.

Internet no sólo se ha llenado de música “original” producida mediante IAG, sino también de versiones simuladas: “Bohemian Rhapsody” por The Beatles, álbumes completos de Led Zeppelin o U2 en estilo rockabilly y muchos otros pastiches, a veces presentados como lo que son y a veces no. Con mayor o menor verosimilitud, todo suena familiar y no podría ser de otra manera, porque se trata de material reciclado.

Seres humanos han compuesto siempre gran parte de la música popular con el criterio de reiterar fórmulas conocidas para que les gustara a más personas. A mediados del siglo pasado hubo un notable estallido de creatividad, pero desde comienzos del actual la industria se vengó. En concursos de televisión con alto rating, los participantes siguen instrucciones de “gente que sabe” sobre qué tienen que cantar y cómo, el vestuario y el desempeño escénico, con un jurado que a menudo premia la capacidad de imitación. La IAG avanza rauda en la misma dirección, sin el lastre de tener que adiestrar a personas reales.

Por ahora, el uso de insumos con baja fidelidad para la música de IAG permite detectar su origen con los programas adecuados, y ya hay sitios web que brindan ese servicio. Con el tiempo, es probable que la calidad mejore y las dificultades para identificar huellas aumenten. Podría pasar incluso algo peor: que personas acostumbradas a escuchar este tipo de productos compongan canciones muy semejantes a las que no tienen autor humano. Ese futuro es posible en otras áreas.

Fuerzas de flaqueza

Por ahora, algunas características de los textos producidos por IAG los hacen bastante reconocibles, pero mientras los sistemas informáticos “aprenden” el lenguaje humano, se da también el proceso inverso. La población escolar recurre a estas herramientas en forma creciente e incorpora su forma de expresarse, del mismo modo en que adopta palabras, frases hechas y acentos cuando consume mucho ciertos entretenimientos audiovisuales. La combinación de los dos procesos hace probable que en algunos años las diferencias se hayan reducido mucho.

Todo lo antedicho es profundamente político, pero también se aplica a la política en sentido estricto. Mohammad Gawdat, un especialista en software de destacada trayectoria en Microsoft y Google, piensa que la IAG “va a ser mejor que los humanos en todo” y que le deberíamos encomendar el gobierno mundial para ser felices. La idea es pésima: implica una forma peligrosa de pensamiento único sobre lo que es bueno, y presupone que trabajar con la información disponible será suficiente para tomar las mejores decisiones.

La inteligencia artificial tiene muchísimos usos maravillosos y prometedores, pero no deberíamos asignarle tareas que superan sus posibilidades de acierto. Democratizar el acceso a lo que está disponible es magnífico, pero recorrer variaciones de lo consabido no equivale a imaginar, emprender y evaluar caminos nuevos. La creatividad se basa en el patrimonio colectivo de la humanidad, pero requiere algo más que el conocimiento y la recombinación de big data. El “¿qué pasaría si...?” y las dudas son motores insustituibles del pensamiento, potencias de nuestra imperfección.

La capacidad de dar respuestas no sustituye a la de hacer preguntas y explorar, como escribió Juan Gelman, “encuentros que nadie sabría predecir”. Diálogos y debates, discrepancias y acuerdos. Política bien hecha, sin la presunción de tener ya todas las respuestas.