Uno de los mejores amigos del poder es el lenguaje, que se apoya en este para establecer una forma concreta de cómo debe entenderse, verse y contarse la realidad. Friedrich Nietzsche lo señaló cuando dijo que las verdades no son más que ilusiones que se nos han olvidado que lo son. La verdad no es más que una metáfora o, en términos del alemán, una máscara.

Pero, más allá de esto, la verdad importa. Mucho. Porque con ella ingresamos en el problema del nombre, en la identificación de que una cosa es efectivamente esa cosa. ¿Cómo y quién determina el acto de nombrar algo como tal? Es una lucha. Y, más concretamente, una lucha en el marco de las relaciones de poder. La lucha por llamar a algo de una determinada manera es efectivamente una construcción de verdad, es tironeada de un lado y del otro.

Las dinámicas de las relaciones de poder en torno al lenguaje se aprecian de manera constante alrededor de Gaza, y nada ha sido más ejemplificante al respecto que la discusión en torno a si es un genocidio o no. Así, este artículo tiene como objetivo analizar las estructuras de poder que llevan a establecer una narrativa específica alrededor de lo que Israel está haciendo en Palestina. Es decir, trabaja en el marco de lo que no se dice y de lo que esconde aquello que se dice.

Desde hace mucho tiempo alrededor de Palestina se estableció un relato que ha trabajado en varios frentes: en la calificación del hecho, en su complejidad, en la noción de igualdad de condiciones entre los involucrados, en la justificación de las acciones. Sin embargo, y a pesar de ser un tema que está en todas partes, ha operado sobre todo en el marco de la invisibilización, que ha actuado desde diversos ángulos.

Se ha usado de manera recurrente, y prolongada en el tiempo, la noción de conflicto alrededor de Israel y Palestina. La palabra conflicto viene del latín conflictus. El prefijo con indica convergencia, unión, y el participio fligere hace referencia a un golpe. Se trata de “golpear juntos” o de un “golpe entre varios”; es, en definitiva, un choque con un otro, con un oponente.

No es mi intención negar la calidad de conflicto que tiene lo que sucede, porque claramente ocurre un conflicto en sí (es decir, hay un enfrentamiento entre partes), sino más bien lo que quiero es resaltar aquello que está por debajo de la insistencia sistemática de llamar a algo de una determinada manera. Es decir, de hacer visible lo que se esconde. En este marco, no es casual el uso de la palabra conflicto porque indica que ambas partes están en una cierta igualdad de condiciones o, más bien, en un intercambio. En la equiparación de los oponentes se construye un marco de justificación: ambos bandos luchan entre sí.

De este modo, al hablar de conflicto se busca no sólo imponer una calificación específica al hecho, sino también negar y esconder cualquier otra posibilidad al incorporar ese término como una totalización. Lo que se niega, de esta forma, son otras prácticas, como la del genocidio o la del colonialismo, por poner dos notorios ejemplos.

Sin embargo, ante la indignación internacional por lo que sucede, la calificación y la insistencia en hablar de conflicto ya no encaja. Por eso, a nivel narrativo se ejecutan mecanismos de negación y confusión. Ante la más pertinente presencia del término genocidio, lo que se hace es rechazar de plano estas otras referencias para referirse al hecho: el que cree escribir la verdad nunca asume sus atrocidades, siempre las disfraza de un acto noble o un posicionamiento moral.

De este modo, la discusión en torno a lo que sucede en Gaza queda estancada en una lucha técnico-semántica, en una problemática de perspectivas. Se instala así una discusión sin fin, que va a tono con nuestros tiempos: es la narrativa del scroll, en la que hay una sobresaturación de información que difumina los hechos. La hambruna a la que se ven expuestos los palestinos es un ejemplo de ello: no sólo es una acción deliberada, sino que también es justificada desde el relato. Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, asegura que es Hamas el que mata de hambre a los habitantes de Gaza, contradiciendo así a numerosas organizaciones que niegan esto y atribuyen la hambruna a las acciones de Israel.

Las dinámicas de las relaciones de poder en torno al lenguaje se aprecian de manera constante alrededor de Gaza, y nada ha sido más ejemplificante al respecto que la discusión en torno a si es un genocidio o no.

Por otra parte, en el lenguaje también opera la necropolítica, o la política de la muerte, término que acuñara el pensador camerunés Achille Mbembe para referirse al uso del poder que dicta quién vive y quién muere. Las prácticas necropolíticas son, lamentablemente, muy comunes en el mundo. Hace algunas semanas, Francesca Albanese, relatora especial de la Organización de las Naciones Unidas para los territorios palestinos ocupados desde 1967, una experta que no duda en calificar lo que sucede como un genocidio, publicó un nuevo informe de su investigación, titulado “De la economía de la ocupación a la economía del genocidio”. En él, Albanese da cuenta de las dinámicas de poder que permiten y sostienen de forma económica el funcionamiento de esta política de la muerte, que también es una economía de la muerte, una cultura de la muerte, una narrativa de la muerte, y así.

Sin embargo, muchas veces olvidamos que el poder, en realidad, no esconde nada. Puede ser más o menos evidente, pero siempre muestra sus cartas. Donald Trump, presidente de Estados Unidos, publicó el 26 de febrero un recordado video hecho con inteligencia artificial sobre cómo se imagina a Gaza en un futuro. Hace algunas semanas el parlamento israelí votó una moción, que no tiene carácter legal, para anexionar los territorios de Cisjordania, que ya ocupa ilegalmente según el derecho internacional. En el marco del poder, ambas acciones no tienen ninguna representación simbólica: son, de hecho, declaraciones de intenciones muy evidentes. Más evidente aún es la decisión de Israel, de hace tan sólo unos días, de ocupar militarmente Gaza, o el asesinato del periodista palestino Anas al Sharif.

De este modo, con la imposición de un determinado relato no sólo se acentúa una visión, sino que se busca invisibilizar otras. En octubre de 2023, por ejemplo, el exministro de Defensa de Israel Yoav Gallant dijo que los palestinos eran “animales humanos”. Una descalificación que evidencia la asimetría en las relaciones de poder, porque la declaración de Gallant no queda sólo en un comentario profundamente racista, sino que va acompañada de un olvido deliberado: los palestinos no tienen rostro ninguno.

La invisibilización afecta a las personas que ingresan en ese marco de acción. Los palestinos, calificados como animales, forman parte de esa lógica del olvido. En 2024, de hecho, la BBC hizo un informe en el que daba cuenta de cómo Facebook e Instagram invisibilizaron las noticias que los periodistas palestinos publicaban desde Gaza, algo que fue negado por Meta. Hay una construcción deliberada de distancia en torno a las personas que viven en ese pedazo de tierra.

Por otra parte, la invisibilización es también una táctica específica de poder que Israel utiliza para callar a sus críticos: cualquiera que se manifiesta en contra de lo que hace ese país es un antisemita. El término antisemita no sólo hace referencia a prácticas racistas reales y lamentables, sino que, en este marco, permite colocar en un lugar específico, a través de la descalificación, a aquellos que no están de acuerdo con lo que hace Israel en Gaza. En definitiva, hablamos de una práctica de persecución política con la que se busca generar censura, autocensura, descrédito y presión.

Por último, me gustaría referirme a otras dos prácticas de invisibilización: la histórica y la territorial. Con respecto a la primera, pareciera que todos los problemas comenzaron en octubre de 2023, y de este modo se deja de lado como variable los sucesos que han ocurrido desde hace años; con respecto a lo segundo, la centralidad en torno a Gaza deja de lado lo que pasa en Cisjordania, con la construcción de asentamientos en ese territorio.

Martín Aguirregaray es politólogo.