Los primeros 100 o 150 días de gobierno no me parecen un hito particular para analizar, ni tampoco tengo el recuerdo de que lo haya sido en períodos de gobierno anteriores. Sí tengo presente la llamada “luna de miel”, durante la cual dejamos pasar algún garrón ante la ilusión de todos los cambios y mejoras que esperamos de quienes están asumiendo la administración del país. Sin embargo, esta última luna de miel se nos hizo muy muy corta a unos cuantos.

La Ventana de Overton es un concepto que propone la existencia de un rango de discursos o acciones que pueden considerarse aceptables socialmente. Por fuera de esa “ventana”, tanto a la derecha como a la izquierda, quedarían aquellos discursos que no son aceptables o son impensables por la opinión pública, y por tanto implicarían un costo para los políticos que los defiendan. El tema es que esa ventana es dinámica, es decir, que cambia en el tiempo y en función del contexto. De esta forma, a medida que la izquierda se corre hacia el centro político, sea por cálculos electorales, correlación de fuerzas, flojera ideológica o premeditación, está permitiendo que la derecha pueda presentarse con posturas más extremas o agresivas.

Así, naturalizamos que haya legisladores que pronuncien discursos netamente misóginos, o la aprobación de medidas con retrogusto racista y fascista (como reprimir la “apariencia delictiva” avalada en la Ley de Urgente Consideración, por ejemplo). Podremos estar en desacuerdo, pero ya no nos resultan posturas impensables, sino esperables viniendo de ciertos actores. Sin embargo, la definición de antiimperialista o la propuesta de reforma agraria que hasta hace 15 o 20 años aún estaban en el programa del FA parecen de otra realidad. Y ciertamente sería muy poco esperable o creíble que estos discursos se reflotaran, más allá de su vigencia como reivindicaciones a problemas que siguen existiendo o incluso se han profundizado.

Más recientemente, en el primer debate de cara al plebiscito por la seguridad social del año pasado, Rodolfo Saldain le recriminaba a Jorge Notaro: “¿Usted adhiere a la lucha de clases? ¿Es esa su visión del mundo?”. Con estas preguntas, utilizadas como si fueran un contraargumento, debemos entender que al Dr. Saldain el concepto de lucha de clases le resulta impensable. Tanto que su sola mención desacredita la postura de su contrincante. Vale aclarar que, para no creer en la lucha de clases, la reforma le quedó como ejemplo de libro, con todos los costos recayendo única y exclusivamente sobre los trabajadores… De todas maneras, si la izquierda política no hubiera dejado de hablar de lucha de clases, es probable que Saldain se hubiera tenido que pensar un argumento de verdad si pretendía convencer a alguien sin quedar como un vejiga, ya que sería un concepto aceptado en la opinión pública.

Pero la discusión de ahora es la propuesta del PIT-CNT de generar un tributo para el 1% más rico de Uruguay (alrededor de 25.000 personas). Según la central de trabajadores, con un tributo de sólo 1% de su riqueza se podría recaudar el equivalente al 1% del PIB, que proponen destinar directamente a combatir la pobreza infantil, que afecta a la quinta parte de los menores de edad. No es menor el dato de que ese 1% de personas acapara el 15% del ingreso total del país, y casi el 40% de la riqueza. Así que, sin conocer más detalles de la propuesta, podemos ir sacando dos conclusiones: que a estas personas una medida de este tipo no les parecería complicarles mucho la vida, ya que están bastante más cómodos que el resto de la población; y que este tributo efectivamente aporta a una redistribución de la riqueza, y por tanto sería un parchecito contra la desigualdad. ¿Por qué no considerarlo? La respuesta parece ser que la medida estaría quedando “fuera de la ventana”.

El presidente Yamandú Orsi ya planteó públicamente su desacuerdo porque no va a crear más impuestos. Por lo que debemos entender que la propuesta le resulta impensable. Y matizó la negativa con la posibilidad de empezar a cobrar el impuesto mundial a las multinacionales que funcionan en el país. Pero si bien este impuesto implica un avance, no es una propuesta que surja del gobierno (sino que es una acción internacional que ya está en marcha), ni implicaría un monto similar a la propuesta del PIT-CNT, ni lo recaudado tendrá el mismo fin. Por lo que una cosa no implica descartar la otra.

En el mismo sentido, el ministro de Economía y Finanzas, Gabriel Oddone, también se mostró en desacuerdo, pero aportó algunos tecnicismos que justificarían su negativa. Por un lado, plantea que la desigualdad se resuelve mediante la política de gasto y no mediante política tributaria. Por otro, que la política tributaria debe ser lo más neutra posible para maximizar la recaudación. La verdad es que no manejo el conocimiento necesario para discutir estas afirmaciones. Pero lo que podemos comenzar diciendo es que la economía, a diferencia de las ciencias naturales, la física o la química, se dedica a estudiar una construcción netamente humana. Cada economista podrá adherir a distintas escuelas para interpretar la economía, pero en todos los casos los límites de la disciplina están en la voluntad de las personas, no en leyes inviolables del universo como la gravedad o la termodinámica.

A medida que la izquierda se corre hacia el centro político, sea por cálculos electorales, correlación de fuerzas o flojera ideológica, está permitiendo que la derecha pueda presentarse con posturas más extremas o agresivas.

Más allá de esto, tenemos como ejemplo al mundo real para ver que el sistema no está funcionando bien. La desigualdad no se está resolviendo, más bien lo contrario, por lo que deberíamos estar pensando en cambiar las variables del modelo. Para aumentar el gasto, se necesitan recursos. Si esos recursos no provienen de impuestos a quienes tienen cintura, ¿de dónde salen? Crecer para redistribuir no parece muy viable en el contexto de estancamiento económico mundial. Y si la idea es atraer la inversión extranjera o endeudarnos con organismos internacionales, la cuestión es a qué costo. También resulta raro que el sistema impositivo ideal del ministro tienda a la neutralidad. ¿“Que pague más el que tiene más” también nos quedó afuera de la ventana? Lo que se sobreentiende entre líneas es que, a falta de crecimiento económico, no se va a tomar ninguna medida redistributiva con impacto real sobre la población más carenciada.

Siempre se puede optimizar el gasto del Estado, pero con estos números de desigualdad, incluso a la interna del 1% más rico, no debería ser tan impensable considerar un impuesto extra para esta franja de población. O al menos retocar el IRPF o el Impuesto al Patrimonio para que alcancen en mayor medida a estas personas. Al fin de cuentas, cuando las políticas nos perjudican a quienes manejamos cantidades más razonables de capital (es decir: poco), no se titubea tanto. Cuando de un plumazo nos sumaron cinco años de trabajo necesarios para jubilarnos, no le importó demasiado a la mayoría de los políticos, por poner un ejemplo.

Las excusas seguramente van por el lado de que la medida resentiría la inversión y el trabajo. Algo así como un “derrame negativo”. ¿Pero esto se puede asegurar tan a la ligera? ¿Realmente las personas que manejan esta escala de capital hacen trabajar su dinero en inversiones que repercuten en el resto de la sociedad? ¿O se mueven principalmente en el mundo financiero? Incluso si este no fuera el caso, ¿un tributo del 1% los haría retirar sus inversiones (y por tanto dejar de percibir ganancias por ello)? Al final de cuentas, el derrame de arriba hacia abajo no parece funcionar demasiado, ya que el crecimiento económico se concentra en los sectores con mayor capital más que en los sectores populares.

También podemos reconocer que la propuesta del PIT-CNT, al menos sin conocer los detalles, posee algunas debilidades —aunque de ninguna manera implicarían descartarla de plano—. Estas debilidades son de dos tipos. Por un lado, la dificultad operativa para conocer el patrimonio de los ricos. Pero diría que esto se soluciona con declaraciones juradas y fiscalización real. Sin querer ser prejuicioso ni que esto implique la norma, uno tiende a pensar que un mayor control a los ricos redundará en mayor recaudación por detección de subdeclaración, y además quizás se detecte algún lavadito, fraude o negocio turbulento.

La otra debilidad es la poca eficiencia del Estado en la aplicación de políticas efectivas: que esa recaudación llegue efectivamente a la población objetivo. En mi humilde y para nada especialista opinión, dada la complejidad y la cantidad de factores que explican la pobreza estructural, lejos de pensar en “una batería de medidas” a financiar, iría directamente por transferencias directas y progresivas sin contrapartidas, hasta lograr cierto umbral. Esto minimiza gastos en asesores, burocracia y mandos medios. Sí tendría algún mecanismo de evaluación de la medida. Además, a diferencia de los superricos, los pobres gastan el dinero que les llega en su comunidad (comida, alquiler, ropa, medicamentos), generando movimiento económico real. Más de uno podrá pensar: “¿No vamos a pedirles nada a cambio? ¿No les controlarías en qué gastan la plata?”. A estos les respondería con otra pregunta: ¿quién cuestiona en qué gastan esa plata los ricos?

Nelson Mandela dijo alguna vez: “La pobreza no es natural. Es creada por el hombre y puede superarse y erradicarse mediante acciones de los seres humanos. Y erradicar la pobreza no es un gesto de caridad. Es un acto de justicia. Se trata de proteger un derecho humano fundamental, el derecho a la dignidad y a una vida digna”.

Es momento de que abramos la ventana, porque en esta sociedad ya hay demasiado olor a podrido.

Daniel Hernández es biólogo y magíster en Ecología.