Palacio de oro: así se le llamaba popularmente al enorme Palacio Legislativo argentino que en 1906 había sido inaugurado en Buenos Aires, sin estar terminado. Concebido en los tableros del arquitecto turinés Vittorio Meano, se comenzó a construir en agosto de 1897 y tres años más tarde ya se hablaba del despilfarro en su ejecución. Ante la complicada situación, Meano llegó a un acuerdo con el gobierno, comprometiéndose a concluir la obra por 11.000.000 pesos. Pero el 1º de julio de 1904 Meano falleció súbitamente y la finalización de la obra pasó a cargo del arquitecto belga Julio Dormal. El Palacio del Congreso fue inaugurado el 12 de mayo de 1906 sin haber finalizado las obras. El presupuesto para su construcción tampoco había finalizado la carrera hacia las nubes: pasó de casi 6 millones de pesos en 1897 a superar los 31 millones en 1914.

Ante presiones de la prensa, de socialistas y radicales, a comienzos de 1916 se formó una comisión investigadora que a finales de setiembre llegó a concluir que efectivamente se habían pagado 12 millones de pesos más de los que se debieron. En páginas de La Nación se dudaba de que alguna vez fuera a hacerse justicia y que los responsables de haber obrado con mala fe pagaran pena. Tenía razón el matutino; eso nunca pasó, porque —además— se seguían terminando detalles y más detalles, hasta que recién en 1946 se pudo dar por completamente finalizada la obra. Debido a lo que costó, bien mereció el mote de “Palacio de Oro”, y al insólito tiempo de su ejecución se debe el dicho popular argentino usado para cuando los plazos de una obra se extienden más de lo razonable: “Demora más que el Congreso”.

¿Y por casa cómo andamos? Muy parecido. En 1896 comenzó a pensarse en un sitio más amplio y decoroso para el trabajo de los legisladores. El viejo Cabildo colonial usado desde el 1º de mayo de 1829 ya no era adecuado.

En 1904, una comisión evaluadora decidió llevar a cabo la idea presentada por Vittorio Meano, quien, a pesar de haber ganado el tercer premio del concurso, fue elegido por ser lo suyo "un proyecto bien estudiado, concluido, de fácil ejecución y cuyo presupuesto está perfectamente calculado y se encuentra dentro de la suma fijada por la ley". Se referían a la aprobación de una inversión de 700.000 pesos asignada para tal fin. El arquitecto Meano, que desde 1884 trabajaba en Buenos Aires junto con sus colegas Tamburini y Dormal (habían hecho el nuevo Teatro Colón), nunca se enteró de que había sido elegido para hacer nuestro Palacio Legislativo porque el supuesto amante de su esposa lo asesinó pocos días antes de que llegáramos los de este lado del charco a darle la noticia.

La piedra fundamental de nuestro Palacio Legislativo fue colocada el 18 de julio de 1906, y la empresa de los hermanos Manuel y Juan Debernardis comenzó a construir respetando el proyecto del malogrado Meano.

Hay dos costados de esta historia que, o se los aborda suavemente o a veces ni se mencionan, y refieren al presupuesto que en forma escandalosa crecía a medida que avanzaba lentamente la concreción y a la gran discusión que se dio sobre el revestimiento final.

Todo parecía tener su gran justificación, desde planteos teóricos sociológicos con respecto a si era o no “un lujo de la miseria”, denuncias de corrupción, caprichos políticos, hasta necesidades urbanísticas incuestionables. La pulseada entre impulsores y detractores de ese tipo de palacios fue ganada por los que fue ganada y los argumentos de quienes no estaban de acuerdo pasaron al olvido.

Legisladores del Partido Nacional, habiendo perdido ya la lucha por hacerlo o no, al menos intentaban alertar sobre los gastos “sin techo”. El presupuesto inicial de 700.000 pesos (que alcanzaba) pasó a ser de 1.300.000 al comenzar las obras en 1906; luego se llevó a 2.500.000; en junio de 1914 se elevó a 5.500.000; a fin de ese año se pedía elevar la cifra a 6.273.000 y a comienzos de 1915 se hablaba de 6.693.000 y... el 18 de enero los diputados colorados Julio María Sosa (Artigas) y José Carvallido (Montevideo) sostenían: “Gástese en él todo lo que se pueda y conclúyase de una vez”. Respondía enérgicamente el representante blanco de San José, Guillermo García: “Gástese en él todo lo que sea necesario de acuerdo con los estudios ya hechos y conclúyase de una vez”. Allí estaba la grieta; unos clamaban “¡siga el baile!” y otros “¡pare la música!”.

Y lo que sí paró fueron las obras, en agosto de 1915. El senador Pedro Manini Ríos pedía a la empresa constructora explicaciones por la detención. Manuel Debernardis contestaba que, de acuerdo al contrato, la construcción debió haberse terminado en 1911, pero ello no había sido posible porque la Comisión del Palacio lo había incumplido, modificando y ampliando el proyecto. En efecto, en abril de 1913 se contrató al arquitecto italiano Gaetano Moretti por cinco años de trabajo con un pago total de 80.000 pesos para efectuar grandiosas mejoras y ampliaciones. Téngase en cuenta que no se trataba sólo del costo del Palacio, sino de todo lo que implicaba su emplazamiento, con costosos estudios, varias expropiaciones, etcétera.

Parece ser inexpugnable la sentencia de que toda obra grande es polémica en un país chico. Hace 100 años, el Palacio Legislativo; y también los tremendos cuestionamientos al proyecto de la rambla Sur.

En febrero de 1918 llegaba de Italia a Montevideo el arquitecto Moretti a supervisar las obras (el contrato de cinco años se había justificadamente extendido debido a la guerra en Europa).

Una nota de color. La idea central era utilizar la mayor cantidad de materiales nacionales. En 1922, Moretti conoció los caños vidriados producidos por los hermanos Alassio de Paysandú y se lamentó que, por unos pocos años de diferencia, se haya perdido la oportunidad de utilizarlos en la obra, porque entendía que eran muy superiores a los importados ya colocados. Los subcontratos de obra y compras de materiales se habían hecho en 1916 y los Alassio recién en 1918 habían podido presentar sus caños aprobados. Igualmente, Moretti contrató a los Alassio una buena cantidad de ladrillos cerámicos huecos de una medida especial. El pedido se cumplió en tiempo y forma y ahí están los ladrillos sanduceros en algún lugar del Palacio, cumpliendo "su función".

En abril de 1923, el Poder Ejecutivo pedía ampliar la deuda pública con la emisión de “Bonos de construcción del Palacio Legislativo” por un valor total de $ 4.035.000. El rubro que “se llevaba” la mayor parte de esa cifra era “Mármoles y granitos” ($ 1.622.925), para los revestimientos interiores y exteriores.

La prensa del interior nunca había apoyado la suntuosidad y costos del Palacio, ante innumerables necesidades departamentales insatisfechas. La academia y los tecnócratas saboreaban la gran oportunidad de discutir y desarrollar sus teorías arquitectónicas y urbanísticas. El diputado nacionalista por Soriano, Rogelio Mendiondo, alertaba que en el pueblo común, unos hablaban ya de “El Palacio de Oro” y otros de “El Palacio de Alí Babá”.

Cuando se decidió que el exterior fuera todo revestido de mármol, se descartó el italiano por costoso y se contrató a la Compañía de Materiales de la Construcción, dueña de las canteras de Burgueño (Nueva Carrara).

Para concluir, parece ser inexpugnable la sentencia de que toda obra grande es polémica en un país chico. Hace 100 años, el Palacio Legislativo; y también los tremendos cuestionamientos al proyecto de la rambla Sur; luego las centrales hidroeléctricas; a comienzos del presente siglo, la muy discutida construcción del Complejo Torre de las Telecomunicaciones; hace poco, en 2018, fue el Antel Arena... siempre girando en torno al mismo enroque: oportunidad, lugar, necesidad, contratos, materiales, recursos, etcétera. Parece que así son las cosas y así estamos hechos.

Lo importante ahora es no perder el foco. Nunca es tiempo para gastar lo que no se tiene. Por eso, está muy bien celebrar con la mayor austeridad el centenario de un edificio que, al final de cuentas y por más polémica que haya sido su construcción, está allí y es orgullo patrimonial. Pero su suntuosidad no tiene relación alguna con lo que significa su destino, su uso. ¿Acaso cuanto más lujoso y grande sea, más y mejor democracia tendremos? No, claro que no. La democracia que tenemos y que es orgullo nacional no se valoriza con la hermosura y suntuosidad del edificio ni con una hermosa fiesta de una noche de invierno, sino con la calidad humana de nuestros/as representantes que trabajan allí dentro.

Son 100 años del edificio, no 100 años de democracia. No mezclemos ni los porotos ni las copas. Igualmente, como el mejor homenaje que podemos hacer a la democracia es la cordura, el respeto y la tolerancia, todos los días, propongámonos una meta común: nunca más palacios de oro y nunca más insultos soeces.

Andrés Oberti es investigador.