¿Para qué sirven las políticas públicas? Para garantizar la igualdad de oportunidades y el pleno ejercicio de derechos del conjunto de la población. Ese es su sentido fundamental en sociedades democráticas, a partir de la creencia de que existe un campo de “lo social”, es decir, una sociedad de seres interdependientes cuyos destinos están entrelazados y donde no es posible hablar de bienestar individual en un marco de violación de derechos fundamentales, dado que, más allá del sufrimiento de cada persona por la carencia de determinados bienes y servicios (en tanto derechos), es la sociedad en su conjunto la que sufre, la que debe ser vista como desigual, violenta, inequitativa e injusta, y por lo tanto es la sociedad la que debe ser transformada.

En los últimos meses, en particular a partir de la propuesta lanzada por el movimiento sindical en el acto del 1° de Mayo, se ha instalado en Uruguay la discusión sobre la pertinencia de aplicar un impuesto del 1% al 1% más rico de la población, en línea con lo que está ocurriendo a nivel mundial. Hay un reconocimiento creciente respecto a que históricamente el foco para la transformación de la pobreza de sectores de la población ha estado puesto en ellos mismos, en particular en lo que les falta. En ese sentido, como se ha escrito hasta el cansancio, “de los pobres sabemos todo”, son objeto de estudio, de intervención, de transferencias, y también de un imaginario que muchas veces pone en ellos la responsabilidad sobre su destino. Los discursos meritocráticos, incluso desde el Estado, argumentan su falta de esfuerzo, de compromiso, de dedicación al trabajo y al sacrificio en aras de cambiar su realidad.

Sin embargo, datos disponibles sobre movilidad social indican que Uruguay es un país estratificado, con sectores claramente diferenciados en función de sus ingresos y oportunidades y que la movilidad social es escasa. En particular lo es entre los sectores de menores y mayores ingresos. El Cuaderno de Desarrollo Humano 12 presentado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 2020, “Movilidad intergeneracional de ingresos en Uruguay. Una mirada basada en registros administrativos”, planteó entre sus conclusiones que “la chance de acceder al segmento de altos ingresos es menor para hijos con padres ubicados fuera de ese estrato. Entre aquellos con padres ubicados en la cola alta existe una elevada inercia a mantenerse en estas posiciones... Un hijo que nació en el decil 10 tiene casi cinco veces más posibilidades de mantener ese decil que de bajar al primero… En el otro extremo de la distribución, la movilidad es menor entre hijos que tienen padres ubicados en el decil de ingresos más bajo, aunque la persistencia es inferior a la encontrada en la cola alta de la distribución”. El informe también concluye que la movilidad tiende a darse entre la clase media baja y la clase media, pero no así en los extremos de la escala de ingresos, lo que contribuye a mantener inequidades y privilegios muy difíciles de revertir.

En términos de pobreza y desigualdad, datos recientes del Instituto Nacional de Estadística (INE) indican que ambas registraron aumentos entre 2019 y 2023 y que la recuperación de las condiciones de vida con posterioridad a la pandemia de covid no se dio de la misma manera para los distintos estratos de ingreso, con pérdidas mayores para los sectores de menores ingresos.1 La concentración de la pobreza en hogares donde crece un alto porcentaje de niños, niñas y adolescentes de Uruguay fue la motivación para la propuesta referida de gravar al 1% más rico, de modo de dedicar dicho monto a políticas dirigidas al mencionado sector.

Los argumentos en contra no demoraron en llegar, con declaraciones sobre la falta de espacio fiscal, o supuestas promesas durante la campaña electoral respecto a que no habría nuevos impuestos. Surgieron también varios estudios de opinión sobre si Uruguay es o no un país desigual, qué niveles de desigualdad son tolerables, y qué rol deberían cumplir los sectores de mayores ingresos para revertir (o no) esta situación. Uno de esos estudios marca que los sectores con mayores ingresos y patrimonio no sólo tienen una menor disposición a apoyar las políticas redistributivas de los gobiernos, sino que entienden que el nivel de desigualdad de Uruguay “es adecuado, o no es tan alto”.2

Esos sectores, además, tienen mayor influencia en la toma de decisiones de las políticas públicas que aquellos que requieren intervención estatal para resolver su acceso a bienes y servicios de primera necesidad para sostener la vida. De hecho, ni en procesos de bonanza ni de crisis, sus ingresos se han visto afectados, tal como planteó la economista Andrea Vigorito en una nota reciente de la diaria: “Quienes tienen mayor control de la riqueza y perciben ingresos por ello han mantenido sus situaciones de privilegio en contextos de crecimiento, pero también de crisis. También es necesario destacar que las políticas implementadas entre 2006 y 2019 favorecieron el aumento progresivo de ingresos y la reducción de la pobreza, pero no redistribuyeron la riqueza en sus diferentes variantes. La creciente concentración de los recursos económicos (riqueza, ingreso) y del peso de las rentas del capital en el PIB de los países, que se verifica a nivel internacional, ha dado mayor visibilidad al debate sobre sus consecuencias negativas, que se traducen en una fuerte concentración del poder sobre las decisiones económicas y menor justicia distributiva, con los correspondientes riesgos para los sistemas democráticos”.

Lo que esto evidencia, entre otros aspectos, es un profundo desbalance en la incidencia de la opinión de los distintos segmentos de la sociedad sobre la política pública. El segmento que no necesita del Estado para garantizar una vida en dignidad es el que más incide en la toma de decisiones. Es el sector que recurre a la educación, la salud y la seguridad privadas. Es el que tiene la mayor huella ecológica por sus niveles de consumo y movilidad, con mayor contribución a las emisiones y por lo tanto al cambio climático y a la pérdida de la biodiversidad, aunque no es el más afectado por sus consecuencias dado sus recursos para mitigarlas. Es el que acumula riqueza dentro y fuera del país, con independencia de las condiciones generales de la sociedad. Es, en definitiva, el sector que ejerce, en palabras de la autora canadiense especialista en el estudio del cuidado Joan Tronto, la “irresponsabilidad privilegiada”.3 Según Tronto, el privilegio hace que las personas se sientan cómodas en un mundo que dan por sentado, en el que se ubican en el centro, y donde los recursos sociales, políticos, económicos y de otro tipo están a su disposición, evadiendo la responsabilidad hacia el resto de la sociedad (y el entorno natural) de la que forman parte. Una clara expresión de esta irresponsabilidad es la frase de Elon Musk respecto de la empatía, vista por él (en tanto integrante de los sectores de alta acumulación) como “la gran debilidad de la sociedad occidental”. Ese mismo pensamiento justifica las políticas del presidente argentino, Javier Milei, como el veto al aumento de las jubilaciones y los subsidios a las personas con discapacidad para no afectar la regla fiscal y en línea con su afirmación de que “la justicia social es una aberración”. Ambos coinciden en lo que en definitiva es la mirada dominante de las sociedades capitalistas, en que la economía tiene una lógica no al servicio del bienestar de la población y del bien común, sino de sí misma, lo que termina favoreciendo a los sectores ya enriquecidos y con capacidad de determinar su orientación y distribución de beneficios.

¿Ocurre esto en Uruguay? En el discurso no, pero en los hechos sí. La apuesta, la misma de siempre, es crecer y luego distribuir, como si el “derrame” obedeciera a reglas que operan per se y en forma “natural”. ¿Y el mientras tanto? ¿Y los índices de pobreza? ¿Y los miles de personas en situación de calle? ¿Y los presos vegetando en cárceles abarrotadas, la mayoría de ellos jóvenes pobres, con analfabetismo funcional? ¿Y las mujeres presas con sus hijos/as por ingresar gramos de marihuana? ¿Y los asentamientos que se multiplican con condiciones de vida deficitarias?

En el reciente congreso descentralizado de Trabajo Social que tuvo lugar entre mayo y agosto de este año en varios departamentos de Uruguay, el trabajador social y profesor chileno Víctor Yáñez dijo que a la profesión “le toca ver el horror”, nombrarlo, deconstruirlo, y también trabajar en conjunto con la ciudadanía para transformarlo. Hoy Uruguay también vive situaciones de horror. A los hechos ya nombrados, agreguemos las altas cifras de muertes de niños, niñas y adolescentes por balas perdidas y en algunos casos intencionales, sobrevivientes del femicidio de sus madres que enfrentan un futuro con vidas institucionalizadas, cuerpos triturados hallados en usinas de disposición final de residuos,4 la violencia asociada al narcotráfico y presente en muchos otros espacios como los sistemas educativo y sanitario y el deporte, los crecientes discursos de odio y ataques hacia la diversidad en sus múltiples expresiones, con episodios crecientes de xenofobia hacia poblaciones migrantes, entre otros fenómenos que se han ido instalando como parte de la cotidianidad.

Datos disponibles sobre movilidad social indican que Uruguay es un país estratificado, con sectores claramente diferenciados en función de sus ingresos y oportunidades, y que la movilidad social es escasa.

Todas estas situaciones no se explican exclusivamente por el factor económico, pero no es posible superarlas sin las condiciones materiales para una vida digna, que garanticen el desarrollo en entornos amorosos, saludables, con educación de calidad y relevancia, con espacios lúdicos, amistades, disfrute de la naturaleza, posibilidad de imaginarios futuros de alternativas, sueños, alegrías, abrigo, seguridad alimentaria, favorable a una vida que, como dice Amartya Sen, valga la pena vivir, y que sean esos mismos niños, niñas y adolescentes y sus entornos afectivos quienes decidan qué es lo que vale la pena a partir de sus capacidades y oportunidades para tomar decisiones.

Eso, hoy, en Uruguay, les está vedado a miles de niños. Y a miles de adultos. Y el Estado es el que tiene la responsabilidad ética y política de transformar esa realidad. ¿Esperando a que crezca la torta, o distribuyendo la torta existente, que es mucho más que suficiente si hay solidaridad inter e intrageneracional? Si se analiza la escala de ingresos del conjunto de la población y se resuelve, políticamente, una escala más justa donde en el Estado no haya inequidades entre quienes cumplen la misma función, donde no haya contratos con ingresos superiores a los de funcionarios y funcionarias de mayor rango, donde el sueldo mínimo habilite enfrentar los gastos esenciales para una vida digna, eso permitiría que la torta ya existente se distribuya de manera más equitativa. En el sector privado, los ingresos tampoco deberían reflejar distancias tan marcadas entre los dos extremos de la tabla, pasando del sueldo mínimo de 23.604 a medio millón de pesos o más.

Es fundamental, asimismo, que el conjunto de la población, y en particular quienes no enfrentan dificultades de supervivencia, incorporen en su imaginario vital que el bienestar de cada persona no sólo se determina por las condiciones materiales propias y del entorno más cercano, sino del conjunto de la sociedad. La Declaración Universal de Derechos Humanos lo plantea con meridiana claridad en su artículo 29: “1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad; 2. En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”.

Es imposible imaginarse políticas que transformen las condiciones de exclusión, marginación e inequidad de amplios sectores de la población sin cumplir con ese mandato universal de poner lo colectivo por encima de lo individual. Esta perspectiva se sustenta en el compromiso ético-político del trabajo social, anclado en la defensa de los derechos humanos que caracteriza a la profesión. Y está motivada, también, por lo compartido por figuras referentes de nuestro país con relación a la construcción de sociedades verdaderamente justas e igualitarias.

Luis Pérez Aguirre nos dice en su libro Si digo derechos humanos que “se necesita entonces cambiar el lugar social, que es el punto a partir del cual uno percibe y comprende la realidad y trata de actuar en ella. Se necesita pasar del lugar social de las élites de los derechos humanos al lugar social de los pobres. Es a partir del mundo de los pobres que debemos intentar leer la realidad social y comprometernos en su transformación defendiendo los derechos de los empobrecidos… Y un tal proceso de cambio no puede ser puesto en marcha sino por aquellos que sienten en su carne la quemadura de la injusticia y de la exclusión social”. José Luis Rebellato, por su parte, en Ética de la liberación, nos habla de la importancia de pensar las políticas sociales con relación a una ciudadanía participativa en reconocimiento a las capacidades y saberes de los diversos sectores de la sociedad. Y agrega: “Se trata de políticas sociales que resultan inseparables de la elaboración de medidas de justicia social que ataquen decididamente la injusticia creciente, tanto a nivel económico como a nivel de las necesidades fundamentales relacionadas con la calidad de vida. Dichas medidas de justicia deben necesariamente afectar a los sectores privilegiados”.

Surge de estas reflexiones un mandato claro para las políticas públicas, que es su obligación ética con los sectores más desfavorecidos y la búsqueda de todos los mecanismos posibles para que el conjunto de la sociedad se comprometa con el bien común. Sin duda que el planteo puede ser tildado de ingenuo, desacoplado de la realidad del sistema del que somos parte y, por lo tanto, irrealizable. Pero lo verdaderamente irrealizable, y décadas de la misma práctica lo confirman, es que, una vez que la torta crezca, se distribuya y se constituyan sociedades equitativas, justas y sin pobreza. Seguir haciendo lo mismo esperando resultados diferentes es lo ingenuo, o tal vez, citando nuevamente a Joan Tronto, lo irresponsable.

Ana Agostino es asistente social, doctora en Desarrollo por la Universidad de Sudáfrica, integrante de la Comisión de Ética Profesional del Trabajo Social.


  1. “Una recuperación desigual: masa salarial y distribución del ingreso después de la crisis”, blog, Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, Departamento de Economía, 17/9/2024. 

  2. Lagos, Leo: “El que come y no convida al impuesto no le da vida: en Uruguay el 1% más rico tiene menor preferencia por la redistribución”, la diaria, 9/8/2025. 

  3. Ver Bozalek, Vivienne, Zembylas, Michalinos: “Responsibility, Privileged Irresponsibility and Response-ability. Higher Education, Coloniality and Ecological Damage”, Palgrave MacMillan, Suiza, 2023. 

  4. Ghemi, Camila: “Lo normal. Este año se encontraron tres cadáveres en la usina Felipe Cardoso”, Brecha, 25/7/2025. La nota incluye una entrevista a un representante de la Unión de Clasificadores de Residuos Urbanos Sólidos, quien planteó: “Esto pasa. Es normal. El contacto que tenemos con la muerte es algo de todos los días”.