El lunes 29 de setiembre se cumplen 50 años de la muerte violenta bajo custodia de Pedro Lerena, trabajador de 33 años y militante del MLN-T, detenido y torturado durante la dictadura civil-militar instaurada el 27 de junio de 1973. Medio siglo después, su familia sigue esperando lo mismo: verdad y justicia. La evidencia forense acreditó torturas ante mortem, y aunque los documentos militares consignan ahorcamiento como mecanismo inmediato, el caso sigue siendo una muerte en custodia bajo responsabilidad estatal. ¿Puede llamarse justicia a una sentencia que llega medio siglo tarde?

Medio siglo con nombre propio: Pedro Lerena

Pedro Lerena Martínez fue detenido el 25 de mayo de 1975, en plena Operación Conejo. Pasó por Artillería 1 La Paloma, por el centro clandestino casa de Punta Gorda/300 Carlos R (Infierno Chico), por el Regimiento de Caballería Mecanizada 4, y terminó en el Regimiento de Caballería 9 (en ese entonces el jefe era Julio Litovsky, quien había sido subalterno del padre de Pedro en el cuartel de Santa Clara de Olimar). El 29 de setiembre de 1975 falleció bajo custodia estatal en el Regimiento de Caballería 9. Fueron más de cuatro meses de detención clandestina y torturas. La dictadura atribuyó la muerte a un “suicidio por ahorcamiento”. 50 años después, esa versión oficial no se sostiene frente a las pericias y testimonios, ni ante un mínimo de ética pública.

Hechos que no prescriben

La clave no es el calendario: es el deber democrático. Investigar, sancionar y reparar son obligaciones del Estado, más aún cuando la muerte ocurrió bajo su custodia, en centros de detención clandestinos o irregulares. Durante décadas, archivos cerrados, silencios oficiales y atajos normativos bloquearon las causas por el terrorismo de Estado. Aun así, en el expediente Lerena, los tribunales rechazaron clausuras anticipadas y ordenaron continuar la indagatoria. La pregunta no es si se puede, sino cuándo y con qué alcance. En aquellos años actuaron de forma coordinada la DNII (Dirección Nacional de Información e Inteligencia), el SID (Servicio de Información de Defensa) y el OCOA (Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas), con prácticas sistemáticas de detenciones ilegales y apremios físicos, según consta en testimonios, pericias y documentos de la época.

Pruebas que no admiten dudas

En el juzgado penal de 7° turno, a cargo de Mariana Mota, se dispuso la exhumación y la pericia antropológica. El Grupo de Investigación en Antropología Forense (GIAF) practicó el 19 de octubre de 2012 una pericia antropológica forense que documentó lesiones ante mortem compatibles con tortura: fractura subcondilar mandibular derecha y fractura ante mortem de la undécima costilla izquierda, junto con otros hallazgos concordantes con malos tratos prolongados durante el cautiverio. Testimonios de exdetenidos y familiares describen el extremo deterioro físico de Lerena, en línea con esos resultados.

En 2020, la junta médico-legal del Departamento de Medicina Legal (Udelar), integrada por Frances Borches Duhalde, Rafael Roó Gamba y Hugo Rodríguez Almada, concluyó ahorcamiento como mecanismo inmediato, aplicando criterios del Protocolo de Minnesota, y explicitó que la responsabilidad y el nexo causal con la tortura deben valorarse integralmente con el resto del expediente y el contexto de muerte bajo custodia. Que los documentos militares consignen ahorcamiento no desvirtúa lo probado: torturas previas, falta de asistencia médica adecuada y muerte bajo custodia.

Detención y encubrimiento

La ruta de Pedro por cuarteles y centros clandestinos no fue casual: respondió a un dispositivo represivo coordinado. Traslados, interrogatorios, fichas, partes: el Estado registró su propia violencia y luego atribuyó la muerte a un “suicidio por ahorcamiento” en la documentación oficial. La exhumación y la pericia antropológica acreditaron torturas ante mortem, y aunque los documentos militares consignan ahorcamiento como mecanismo inmediato, el caso sigue siendo una muerte en custodia bajo responsabilidad estatal. Después vinieron años de diligencias: exhortos, oficios, rechazos de clausura por prescripción y medidas de preservación del sitio, que explican, sin justificar, la demora.

Las diligencias y los lugares de detención

Entre las medidas practicadas constan inspecciones a predios que funcionaron como espacios de detención e interrogatorio, medidas cautelares de prohibición de innovar para preservar evidencias y citaciones a exagentes para reconstruir prácticas y responsabilidades. No son ritos vacíos: fijan lugares y tiempos y permiten hilvanar lo que durante años se dispersó, por ejemplo, la inspección ocular del ex Regimiento de Caballería 9 (hoy INAU) con Policía Científica, y la fijación de la plataforma fáctica en sede. La discusión ya no es si ocurrió; resta establecer cómo, quiénes participaron y qué cadenas institucionales lo hicieron posible.

50 años sin justicia

La cronología es elocuente, pero también la forma en que se la dilató. En 1985, la familia abrió camino. En 2011, con la sentencia Gelman vs. Uruguay (Corte Interamericana de Derechos Humanos) y la Ley 18.831, se restableció la pretensión punitiva y se removieron obstáculos para reactivar causas. En 2014, la sede aplicó el criterio del “justo impedido” y fijó el 29 de octubre de 2010 como hito de cómputo; además dispuso inspección ocular y prohibición de innovar en el ex Regimiento de Caballería 9. En 2016, la Fiscalía solicitó el procesamiento con prisión de dos oficiales retirados y la jueza los indagó el 29 de setiembre. En 2019, el expediente continuó en el juzgado penal de 23° turno.

Lerena no es “un caso más”: es un espejo. En él se refleja la medida de nuestra igualdad ante la ley, la capacidad del Estado para investigar sus propios crímenes y el valor que damos a la verdad cuando incomoda.

Entre cada hito, incidentes y recursos: pedidos de clausura por prescripción y excepciones de inconstitucionalidad. Todo eso ganó tiempo, no verdad. La impunidad biológica avanza; la institucional, también. En 2024, el juzgado penal de 23° turno dictó el Decreto 297/2024, imputando prima facie a Jorge Silveira Quesada por tres delitos de abuso de autoridad contra los detenidos en concurso formal con tres delitos de lesiones graves, en calidad de coautor, dentro de la causa IUE 88-215/2011. En febrero de 2025, la alzada (TAP 1°) confirmó el procesamiento respecto de Jorge Silveira Quesada y consignó, al recoger la vista fiscal, “una muerte violenta bajo custodia con nexo causal directo con la tortura”.

El dolor y la revictimización

Cada escrito que pide clausura, cada apelación en subsidio, cada excepción que pretende volver al punto cero supone para la familia otra vuelta al juzgado, y otra espera. No son tecnicismos abstractos: son meses y años en que se reabre la herida, los expedientes cambian de despacho, se suspenden audiencias y hasta se notifican tarde decisiones relevantes. La revictimización es tener que volver a explicar lo obvio ante un Estado que todavía no lo nombra. Para la sociedad, la lección es pésima: la impunidad también educa; enseña que se puede convivir con la injusticia y que los crímenes cometidos por agentes del Estado no obligan. Ese aprendizaje erosiona la calidad democrática. El “plazo razonable” no es retórica: es un derecho que el Estado debe garantizar.

La herida que no cierra: 50 años después

Lerena no es “un caso más”: es un espejo. En él se refleja la medida de nuestra igualdad ante la ley, la capacidad del Estado para investigar sus propios crímenes y el valor que damos a la verdad cuando incomoda. No se trata de abrir viejas heridas: se trata de cerrarlas bien.

50 años después, este expediente ya no habla sólo de 1975: habla de 2025. Una democracia se reconoce cuando mira sus sombras y les pone nombre. La igualdad ante la ley no es un lema; es una práctica que se prueba en los casos difíciles, cuando el Estado debe investigarse a sí mismo. La medida de lo que somos no está en las efemérides, sino en las decisiones que tomamos cuando la verdad presiona.

Para la familia que aún lo sobrevive, su esposa, sus dos hijas, nietas y nietos, el tiempo no es abstracto: es una vida partida entre lo que pasó y lo que el Estado aún no dice. Para el país, la pregunta es si aceptamos que el “Nunca más” funcione sólo como consigna. La promesa pública se cumple cuando hay verdad judicial, reparación y garantías de no repetición. Sin eso, las generaciones que no vivieron la dictadura aprenden que la injusticia puede ser parte del paisaje.

El caso Lerena nos obliga a elegir entre dos formas de entender el Estado de derecho: como un trámite que se agota en incidentes y plazos, o como un compromiso activo con la verdad. Elegir lo segundo no requiere grandilocuencia, requiere terminar lo que ya empezó: procesar, juzgar y, en su caso, condenar. Ese es el mínimo ético que una comunidad democrática se debe a sí misma.

No se trata de mirar hacia atrás por nostalgia de una causa, sino de mirar hacia adelante con el nombre de una persona concreta. Pedro no es un expediente: es la prueba de que la verdad existe y espera su traducción en justicia.

50 años de impunidad

Medio siglo es mucho para cualquier vida. Para una democracia, es un límite ético. Hubo juezas y jueces que abrieron caminos, fiscales que empujaron, equipos forenses que buscaron la verdad en los huesos, familiares que nunca soltaron. Falta lo que sólo puede ofrecer el sistema de justicia: una sentencia que haga lo que las fechas no hacen por sí mismas. La pregunta del título no admite cinismo. ¿Cuánto dura la impunidad? Dura exactamente lo que dure nuestra tolerancia. Si algo nos pide este aniversario, es reducir esa tolerancia a cero, con un acto simple y solemne: llamar a los hechos por su nombre y dictar sentencia en el caso de Pedro Lerena Martínez. Porque 50 años no cierran la historia: la cierran las decisiones.

Cuando el tribunal dicte sentencia, será el momento de tipificar los hechos conforme a derecho y, en su caso, sancionar a los responsables. Ese pronunciamiento no sólo cerrará un expediente: reconocerá la verdad histórica, reparará simbólicamente a la familia y fortalecerá la vigencia del “Nunca más”. A 50 años, Uruguay tiene la oportunidad de demostrar que la muerte violenta bajo custodia, con torturas acreditadas, no queda impune. La sociedad que sostuvo la memoria y empujó la causa espera, y merece, una justicia completa, responsable y tardía, pero efectiva.

Con la confirmación de 2025 en alzada, el expediente ya no discute el contexto: muerte violenta bajo custodia, con torturas acreditadas. Lo que sigue es convertir ese consenso judicial en una resolución definitiva que establezca responsabilidades y dicte sentencia.

Leopoldo Font es docente en la Universidad de la República y en la Universidad Claeh y consultor internacional en planificación estratégica y en evaluación. Fue consultor para el diseño del primer Plan Nacional de Derechos Humanos de Uruguay (2023-2027).