La historia de América Latina ha sido una de turbulencias. La dependencia y el dominio externo primero, los conflictos entre élites poderosas y sociedades fragmentadas luego, la inestabilidad política y económica siempre. Sin embargo, de alguna manera, Uruguay parece haber sorteado parcialmente este problema, al menos de mejor manera que sus pares regionales. Uruguay ha sido normalmente visto como una excepción en materia de estabilidad, democracia y convivencia. La tierra que, debido al poco provecho que tenía para los colonizadores, gozó de estructuras jerárquicas débiles y tardías, y cimentó sociedades considerablemente más horizontales y con vocación más igualitaria que sus pares regionales.

A mediados del siglo XX, Uruguay comenzó a promover un robusto sistema de protección social en términos regionales que convivió con la creación y fortalecimiento de instituciones clave para la representación democrática. En efecto, las instituciones que favorecen la organización y capacidad de acción de los grupos y movimientos sociales –como la democracia directa, los consejos de salarios y la partidocracia de consenso– han tenido un marcado efecto en la generación de acuerdos sociopolíticos de largo plazo.

Estas instituciones favorecen la activación, organización y canalización de demandas de la sociedad, reduciendo el malestar y la disidencia política y generando un sistema de equilibrios. Así, estos ámbitos han sido clave en la promoción de la participación frente a los procesos de retracción del estado social, poniendo freno, por ejemplo, a procesos de privatización, contribuyendo a movilizar y organizar a la sociedad civil y otorgándole un lugar central en los procesos de construcción de la estatalidad. Al hacerlo, estas instituciones han robustecido la representación y la legitimidad en la toma de decisiones, contribuyendo al fortalecimiento democrático.

Incluso, más allá de qué tan democrática o excepcional ha sido –realmente– la historia uruguaya, este relato es parte de un nosotros colectivo que alimenta una identidad de la convivencia y la inclusión y que, al hacerlo, nos impone un relato nacional, casi como un eco del pasado que juzga lo democrático y republicano en nuestras acciones. Sin embargo, como alguna vez mencionó Jean-Paul Sartre, “hasta el pasado puede modificarse”, y este relato de la excepcionalidad parece hoy ya imposible de sostener. La sociedad uruguaya se encuentra en un proceso acelerado de cambios que profundiza tendencias de largo plazo y que parece poner un punto final a esta historia.

Un escenario de cambios: el Uruguay que ya no es

Existen (al menos) tres factores estructurales que debilitan los procesos democráticos y que, si bien no son nuevos, parecen haberse profundizado en los últimos años. Primero, durante el llamado superciclo de las materias primas que elevó los precios de las commodities desde 2002 Uruguay –al igual que la mayor parte de los países de la región– ha aumentado su dependencia exportadora de productos primarios (Unctad, 2023), además ha incrementado notoriamente la extranjerización de la producción y el sistema financiero; lo que ha venido de la mano –o en consecuencia– de un aumento de la dependencia, un menor número de empleos de calidad y un incremento en la concentración de la riqueza. No sería para nada temerario reconocer que estos procesos de transformación de las estructuras productivas, con sus consecuentes efectos sobre el debilitamiento del trabajo por sobre el capital y el aumento de la desigualdad, aumentan la concentración del poder y, con ello, amenazan los equilibrios democráticos.

Segundo, existe una creciente tendencia hacia la precarización del empleo manifestada en el estancamiento de los salarios reales y en modalidades de contratación sin derechos sociales –como las empresas unipersonales que normalmente no operan para los fines para los que fueron creadas, sino que se usan como modalidad de contratación más barata del trabajador–. Así, en Uruguay conviven (¡incluso en un mismo empleo!) trabajadores con amplios derechos y acuerdos colectivos, salarios marcados por pautas consensuadas en Consejos de Salarios e incluso complementos significativos de protección social, con crecientes segmentos de la población que trabajan sin licencias, despido, seguro de desempleo, ni ningún tipo de protección laboral y social. Si, además, tenemos en cuenta el creciente número de trabajadores en empresas de plataforma, la precarización de la vida se evidencia como un fenómeno en notable expansión que consolida una estructura laboral cada vez más fragmentada. Trabajadores de primera y de quinta. Nuevamente, otro mecanismo de debilitamiento social y democrático.

Existen (al menos) tres factores estructurales que debilitan los procesos democráticos en Uruguay y que si bien no son nuevos, parecen haberse profundizado en los últimos años.

Tercero, como ya sabemos, Uruguay tiene un grave problema educativo y una tendencia cada vez más profunda de infantilización de la pobreza. La mitad de los jóvenes uruguayos no termina la educación secundaria. Además, uno de cada cinco niños, niñas y adolescentes en Uruguay vive en hogares bajo la línea de pobreza, y la tasa de pobreza infantil duplica la de los adultos. Pobreza, menores niveles educativos, socavamiento de las capacidades cognitivas, trayectorias laborales nulas, interrumpidas o, en el mejor de los casos, precarizadas; lo sabemos, no es necesario ahondar en cómo esto puede afectar la construcción de un nosotros y la democracia.

Estos fenómenos dan cuenta de un cambio transformador en la sociedad uruguaya, lento, gradual, pero severo, que nos muestra de frente las crecientes debilidades de la democracia actual y futura. En este escenario, los baluartes de la democracia uruguaya –como los mecanismos de democracia directa o los consejos de salarios, o incluso los partidos políticos programáticos– podrán hacer poco. Porque estos mecanismos no se relacionan bien con los outsiders. Porque, al final, la democracia es el juego de las promesas, de las respuestas y de la representación; y de este juego quedan afuera los precarizados, los sin educación, los empobrecidos.

Porque para quienes están fuera del sistema, el sistema no puede prometer nada. ¿Cuánto pueden contribuir los Consejos de Salarios a la canalización institucional del conflicto distributivo y la representación del trabajo en el mundo de la precarización? ¿Cómo funcionará la acción colectiva en un mundo laboral fragmentado? ¿Se reconocerán como parte de una misma lucha redistributiva los trabajadores formales pertenecientes a sindicatos fuertes y de larga data y los trabajadores para quienes su cotidianidad es la supervivencia basada en la fuerza de tracción?

¿Se activarán los mecanismos de democracia directa en una sociedad con un creciente desacople de los sistemas educativos y laborales? ¿Cómo funcionarán estos mecanismos en una sociedad crecientemente fragmentada y desorganizada? ¿Podrán los partidos políticos históricos, las ideologías, los clivajes tradicionales, canalizar la voz de quienes han estado siempre “afuera”? ¿Serán los partidos políticos capaces de canalizar la representación en una sociedad con crecientes niveles de desarraigo social y apatía política?

La democracia uruguaya se enfrenta a una realidad donde crecientes segmentos de la población habrán crecido en pobreza, donde se les dificultará mucho encontrar un empleo de calidad –o un empleo a secas– y donde, en no pocos casos, el crimen organizado será probablemente una mejor opción para una vida que se autoconcibe en un horizonte temporal muy acotado.

No hay debates meramente “económicos” ni discusiones sobre democracia exentas de la economía

Para que nuestras democracias funcionen es necesario que los ciudadanos se apropien de los debates clave de la economía. Porque no debemos olvidar que la economía como disciplina fue una vez llamada “economía política” y que la democracia como gobierno del pueblo se nutre de cómo decidimos producir, invertir, consumir y redistribuir. ¿Cuáles son las implicancias de nuestros sistemas productivos; cómo actúan sobre el empleo y la desigualdad, cuánto invertimos en infancia, educación y en cuidados; y de dónde obtenemos los ingresos para hacerlo (y de qué forma), cómo regulamos el mercado de trabajo y su desigualdad? Esto es debatir sobre democracia. Tal vez podamos trascender la vanidad de un nosotros excepcional y la imagen de un pasado que ya es agonizante, y usar esta nostalgia como motor de cambio. Porque con la indiferencia se aprende a convivir, se cuela lentamente, y de repente aquello que parecía tan ajeno se vuelve parte del paisaje.

Belén Villegas Plá es licenciada en Ciencia Política y doctora en Filosofía.