En los últimos días, el nombre de Álvaro Danza volvió a instalar un debate necesario. No se trata aquí de cuestionar sus decisiones en el cargo actual ni de convertirlo en el blanco de acusaciones personales. La discusión va por otro lado: el tema de los conflictos de interés en la salud, un terreno en el que muchos incurrimos o hemos incurrido sin tomar plena conciencia de la necesidad de abordarlo con mayor claridad y transparencia. Lo señalado en la prensa no necesariamente configura un ilícito, porque las normas actuales son difusas y dejan zonas grises. El punto central no es la legalidad de una actuación concreta, sino la legitimidad ética del sistema en su conjunto.

Quienes militamos desde la izquierda sabemos que la ciudadanía no sólo pide que no se viole la ley, sino que reclama confianza, ejemplaridad y coherencia. Durante décadas defendimos la transparencia como bandera frente a prácticas opacas y clientelistas. Hoy, cuando la izquierda vuelve a gestionar áreas sensibles como la salud, debemos sostener esa tradición con hechos concretos.

Es importante aclararlo con fuerza: el conflicto de interés, en sí mismo, no es siempre un problema. En un sistema complejo es esperable que existan vínculos profesionales, académicos o técnicos entre quienes deciden y el ecosistema sanitario. Lo problemático es cuando esos intereses no se declaran públicamente, de forma clara y proactiva, y cuando no se gestionan de manera adecuada. Y pública no significa informar entre cuatro paredes al presidente o al ministro de turno: significa informar a la ciudadanía, a través de reportes periódicos de los organismos competentes y por medios accesibles a todos, incluidos los de prensa. Resulta imprescindible dar la cara y decirle directamente al usuario quién es quién y qué es qué dentro del sistema de salud. Sin esa transparencia activa, la duda se instala y erosiona la legitimidad incluso de decisiones técnicamente correctas.

La salud es un terreno especialmente sensible para estos debates. Allí las decisiones no son resoluciones administrativas cualquiera: pueden definir qué tratamientos reciben cobertura, qué tecnologías se incorporan o qué compras se priorizan en un hospital público. Son decisiones que afectan la vida de las personas. Y si quienes participan en esas decisiones tienen vínculos no explicitados con prestadores, laboratorios o sociedades científicas, la confianza se resiente, aunque sus recomendaciones sean impecables. Uruguay ha dado pasos, como la exigencia de declaraciones en el Fondo Nacional de Recursos, pero aún no existe una política integral y homogénea para todo el sistema.

Hay, además, terrenos donde las zonas grises se multiplican: el de los médicos que son jefes de departamentos o servicios en mutualistas y que, al mismo tiempo, desempeñan funciones estratégicas dentro del Ministerio de Salud Pública o la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), en las que pueden asesorar a ministros en distintas áreas, incluidos los Consejos de Salarios. Allí no queda claro hacia dónde se inclina la lealtad. ¿Se defiende a la institución donde se ejerce el poder jerárquico? ¿Se responde al ministro de turno? ¿O se termina transmitiendo esa ambigüedad a los propios subordinados, que pueden sentir la presión de alinearse con una posición patronal o gubernamental? Son las “múltiples sillas” de un mismo actor, que usa distintos sombreros según el ámbito y que, por eso mismo, multiplica los riesgos de intereses cruzados.

También resulta ilustrativo recordar que el propio Sindicato Médico del Uruguay, en una reforma reciente de su estatuto, incorporó la exigencia de que sus autoridades presentaran una declaración de conflictos de interés, además de establecer la imposibilidad de ocupar cargos gremiales para aquellos médicos que desempeñaran cargos de confianza política o posiciones de jefatura y gerencia en instituciones de salud. Fue un paso importante, coherente con la idea de que las lealtades deben estar claras y no mezclarse. Lo llamativo es que algunos de los impulsores de esas modificaciones hoy enfrentan situaciones de conflicto de interés no explicitadas, y otros no lo exigen como contraparte ética en las diversas mesas de negociación donde participan colegas médicos con conflictos de interés evidentes. No se trata de ilegalidades, pero sí de circunstancias que deberían, al menos, llamar la atención y encender una señal de alerta ética.

El tema no se agota en las jefaturas o en las direcciones. Hay ejemplos históricos de negociaciones en las que el doble rol de algunos actores fue evidente. Un mismo médico podía participar como integrante de un gremio en la definición de las pautas salariales y, simultáneamente, ser integrante de la directiva de una institución que iba a aplicar esas pautas. Esa doble condición no siempre se explicita, y deja a trabajadores y a la ciudadanía sin la certeza de si la negociación se realiza en condiciones de transparencia.

A esto se suma otro punto que no podemos esquivar: en ciertos cargos de la función pública la ética y la ausencia de conflicto de intereses exigen exclusividad en el desempeño del cargo. En un medio como el nuestro, las lealtades deben estar claras y ser únicas. Quien ocupa un rol de dirección en la salud pública no puede, al mismo tiempo, mantener actividades que comprometan o parezcan comprometer su imparcialidad. Es cierto que deberíamos mejorar los salarios de estos cargos para atraer y retener talento, y esa es una agenda progresista necesaria de discutir. Pero mientras tanto, los estándares son otros: quien asume un cargo público debe ajustarse a ellos, aceptar la dedicación exclusiva cuando el rol lo amerita y transparentar cualquier vínculo secundario.

En ciertos cargos de la función pública, la ética y la ausencia de conflicto de intereses exige exclusividad en el desempeño del cargo. En un medio como el nuestro, las lealtades deben estar claras y ser únicas.

La izquierda uruguaya supo construir, a lo largo de su historia, una identidad asociada a la ética pública. Se crearon instituciones, se abrieron datos, se promovieron controles. Esa coherencia es el capital político a defender, y perderla sería un error estratégico y ético. Porque cuando la ciudadanía percibe que las decisiones en salud se toman bajo sospecha, no sólo pierde la política sanitaria: pierde la izquierda.

Conviene también reconocer que este no es un debate estático. Los conflictos de interés son un concepto en evolución. Hace 20 años no tenían la centralidad que hoy tienen en el debate público. Yo mismo, en algunos momentos de mi trayectoria, casi con seguridad debo de haber obviado una declaración de conflicto o haberla realizado de forma diferente a como hoy entiendo que debe hacerse. No lo digo como excusa ni como justificación: los errores existen y deben asumirse. Lo señalo para mostrar que la ética no es un terreno inmóvil. Los estándares cambian, la conciencia social se afina, y los profesionales tenemos la responsabilidad de adaptarnos sin demora. Si ayer no lo hicimos bien, la lección es clara: mañana debemos hacerlo mejor.

La discusión internacional ayuda a entender esta evolución. La Organización Mundial de la Salud recomienda que los comités asesores tengan mayoría de integrantes sin vínculos relevantes con la industria, y que los conflictos se declaren y se publiquen en línea. En Reino Unido, el NHS exige a todos sus directivos detallar sus conflictos de intereses y los hace públicos en registros accesibles. En Canadá existe un período obligatorio de “enfriamiento” antes de que un jerarca de salud pase al sector privado. En Estados Unidos se creó el sistema Open Payments, que obliga a publicar todos los pagos que los laboratorios hacen a médicos y hospitales. Ninguno de estos modelos es perfecto, pero todos avanzan en la misma dirección: garantizar que la ciudadanía sepa, de manera clara y accesible, si la persona que decide en salud desde la prescripción o autorización de un medicamento hasta la definición de un procedimiento o política sanitaria tiene vínculos con quienes se benefician de esa decisión.

En Uruguay, en cambio, seguimos dependiendo más de la buena voluntad que de normas claras y se funciona sin protocolos homogéneos. La transparencia activa no es una práctica generalizada: muchas veces sólo se obtiene información mediante pedidos formales de acceso, y aun así la respuesta no siempre es completa. El resultado es un sistema fragmentado donde algunos declaran y otros no, algunos se excusan y otros no, y donde la ciudadanía no tiene herramientas para seguir la trazabilidad de los vínculos.

Por eso insisto: la coyuntura de estos días debe servirnos para impulsar un cambio. No alcanza con repetir que “no es ilegal”. Lo que se necesita son reglas claras que cierren los márgenes de duda. Un registro público de conflicto de intereses para todos los jerarcas y asesores del sistema, transparencia proactiva con informes periódicos de cada organismo, reglas homogéneas de excusación en la toma de decisiones que queden asentadas en actas públicas, publicación de agendas de reuniones con privados, formación obligatoria en ética, auditorías externas y, donde el rol lo requiera, dedicación exclusiva. Del mismo modo deben existir períodos de enfriamiento para evitar las puertas giratorias. No deben suceder hechos como el del anterior presidente de ASSE, Leonardo Cipriani, quien rápidamente volvió a instalarse en puestos de decisión en la mutualista Círculo Católico, con las suspicacias que eso genera. Es de esperar que quienes hoy integran un gobierno progresista no cometan esos mismos errores.

No basta con enunciar medidas y decir que se está de acuerdo. Hay que detallarlas y comenzar a trabajarlas. Y, sobre todo, necesitamos honestidad intelectual para decirlo con todas las letras: todos, en algún momento, pudimos incurrir en errores, omisiones o formas inadecuadas de declarar intereses. La diferencia es que hoy ya no hay excusas. Hoy los ciudadanos esperan, y con razón, que el Estado y sus autoridades sean transparentes hasta en los mínimos detalles. Que no quede lugar a dudas sobre la imparcialidad de cada decisión.

La transparencia y la exclusividad no son obstáculos para gobernar; todo lo contrario, son la condición indispensable para que la gente confíe en que, detrás de cada decisión, lo único que se defiende es el bien común. Es importante señalar, además, que declarar un conflicto de interés no alcanza por sí solo. Esa transparencia es un primer paso, necesario pero insuficiente. Lo decisivo es cómo se actúa después: que las decisiones se tomen pensando en el bien público, que los vínculos declarados no condicionen ni a favor ni en contra, y que cada resolución pueda fundamentarse con honestidad a la luz de esos antecedentes. No se trata sólo de mostrar transparencia, sino de ejercerla en la práctica: serlo y parecerlo.

Dejo sentada una aclaración final: en este artículo me he referido fundamentalmente a la ética y a los conflictos de interés en la gestión pública de la salud, porque allí se juegan definiciones de enorme trascendencia colectiva. Sin embargo, en el campo de la medicina existen muchas otras situaciones que también plantean dilemas éticos y que no son el objeto de este análisis. Basta pensar en los médicos que atienden a un paciente en una mutualista y luego le sugieren continuar el seguimiento en su consulta privada, aprovechando las demoras del sistema. O en aquellos que viajan a congresos financiados por la industria farmacéutica sin que sus pacientes lo sepan, con la consiguiente influencia sobre la confianza y las prescripciones. Son ejemplos distintos, igualmente relevantes, que muestran que la ética atraviesa toda la práctica médica. Aquí hemos optado por concentrarnos en la gestión pública porque es donde la lealtad debe ser única y transparente, pero el desafío es más amplio y exige a todo el sistema de salud mirarse al espejo con honestidad.

Julio Trostchansky es cirujano, MBA en Salud y fue presidente del Sindicato Médico del Uruguay en tres oportunidades.