La desigualdad es constitutiva de la vida en sociedad. Solemos diferenciarnos a partir de las decisiones que tomamos, del esfuerzo con que perseguimos nuestros proyectos, de las creencias que adoptamos o de los estilos de vida con los que nos identificamos. Todo esto es esencial en una vida democrática saludable, articulada en el ideal de igual ciudadanía. Sin embargo, no todas las desigualdades que surgen de esta vida democrática son igualmente aceptables. Por ejemplo, aquellas que afectan y socavan la propia ciudadanía deberían ser contrarrestadas. Podríamos decir que limitar las desigualdades que comprometen la igual ciudadanía en la que se asienta la democracia es, en última instancia, una simple cuestión de protección de la democracia. O, más precisamente, hay desigualdades que son enemigas de la democracia, algo que se observa con particular claridad en las desigualdades económicas extremas.

A continuación, presentaré una justificación para la limitación de la desigualdad en las sociedades democráticas. Esto supone aceptar que hay desigualdades económicas justificables y que son el resultado legítimo de la vida democrática, pero otras no. A su vez, el argumento sobre el menoscabo de la condición de ciudadanía es aplicable al caso de la pobreza infantil –gran preocupación de nuestro país en estos momentos–, pero lo excede ampliamente, ya que la desigualdad compromete también la vida que pueden llevar adelante todos los ciudadanos y, en especial, recorta posibles recursos para una educación de calidad, la seguridad o el sistema sanitario, entre otros.

¿Por qué la desigualdad económica genera preocupación y es algo que debe combatirse? Hay, por lo menos, dos posibles respuestas, o dos formas de ordenar las respuestas. La primera remite a razones normativas, sustentadas en aquello que nos lleva a considerar la democracia como algo valioso para todos. Su núcleo articulador es la idea de igual dignidad, en la que se basa la condición de igual ciudadanía, y puede rastrearse en la historia del pensamiento moderno a través de la herencia de John Locke e Immanuel Kant. Las respuestas del segundo tipo son de carácter instrumental o de eficiencia, y se apoyan en razones vinculadas al mejor funcionamiento de una democracia.

Las primeras razones, es decir, las normativas, tienen prioridad sobre las segundas, ya que sin igual ciudadanía, la democracia simplemente dejaría de ser tal. Sin embargo, las razones instrumentales son imprescindibles para que esa igual ciudadanía sea protegida y, además, dinamice la vida democrática.

Razones normativas

La primera respuesta a por qué la desigualdad importa es de tipo normativo. La desigualdad, en especial la extrema, erosiona las condiciones mismas de la ciudadanía, comprometiendo la posibilidad de que todos los miembros de una comunidad política se reconozcan como libres e iguales. Esto ocurre porque la libertad y la igualdad son condiciones recíprocas, de tal manera que nadie puede ser plenamente libre en una sociedad donde no todos sean tratados como iguales, y nadie es igualmente tratado si no tiene la libertad suficiente para llevar adelante su plan de vida.

Esta forma de entender la condición de iguales fue defendida por John Rawls, el filósofo liberal más influyente del último siglo. Rawls sostenía que las desigualdades económicas y sociales deben mantenerse dentro de ciertos límites, de manera que no tengan como efecto socavar las capacidades que nos permiten tener un sentido de justicia y perseguir nuestra propia concepción de lo que es bueno para nuestra vida. Tales capacidades son las que caracterizan a un ciudadano capaz de participar activamente en la vida de la sociedad.

El límite a la desigualdad, por lo tanto, depende de la condición de ciudadanía. Esto supone, en primer lugar, que las diferencias de ingreso y riqueza no pueden ser tan grandes como para otorgar a algunos un poder político sustantivo sobre otros; y, en segundo lugar, que no deben generar en los peor situados un sentimiento de inferioridad que degrade su autorrespeto y los conduzca a la autoexclusión.

Veamos esto con más detalle. La primera forma en que la desigualdad viola la condición de igual ciudadanía puede ilustrarse observando la incidencia que tienen los sectores más ricos en las discusiones públicas. Esta influencia se expresa en múltiples frentes, que van desde las donaciones a campañas electorales hasta la intervención en la conformación de la agenda pública. Una de las estrategias más utilizadas en este tipo de influencia consiste en identificar el interés general con el propio.

Es evidente que un gran industrial o un terrateniente poseen una capacidad de intervención sustancialmente distinta a la de un oficinista, un trabajador rural o un herrero. En consecuencia, no son iguales en términos de ciudadanía. Si lo que realmente nos importa es la democracia, entonces la desigualdad aceptada y justificada debe estar subordinada a la igualdad ciudadana. Dicho de forma más clara, la democracia puede permitir diferencias en el volumen de riqueza que obtenemos, pero no está al servicio de este tipo de resultados. Es exactamente lo contrario; si la riqueza de algunos afecta el sistema democrático, debe ser controlada y subordinada a la democracia.

La segunda forma en que la desigualdad económica vulnera la igual ciudadanía es por su impacto en los menos aventajados. En la discusión académica, Thomas Scanlon –quien tempranamente y con gran precisión reconstruyó el criterio avanzado por Rawls en Teoría de la justicia– sostiene que la desigualdad permitida debe limitarse cuando comienza a generar sentimientos de pérdida de autorrespeto en los menos favorecidos.1 Según Scanlon, las desigualdades tienden a incrementar esa pérdida de autorrespeto siempre que sean de tal magnitud que den a una persona razones para perder la confianza en su propio valor y en sus capacidades para llevar adelante un plan de vida. Este planteo ha sido confirmado por investigaciones psicológicas que ofrecen evidencia empírica de cómo la desigualdad afecta la autopercepción y genera fenómenos de autoexclusión, depresión y ansiedad.2

La experiencia reciente de las sociedades democráticas ofrece ejemplos claros de los dos riesgos que entraña la desigualdad para la ciudadanía. Por una parte, la influencia desmedida de grandes actores económicos en el financiamiento electoral y en la orientación de políticas públicas; por otra, menos visible pero igual de corrosiva, el retiro silencioso de ciudadanos que sienten que su voz no cuenta. La psicología social ha documentado hasta el cansancio este efecto: la exclusión persistente mina la autoestima y reduce la participación cívica.

Razones instrumentales

También es posible utilizar estos efectos para criticar la desigualdad económica desde una perspectiva instrumental, en particular por su incidencia en la estabilidad de las sociedades democráticas. Esta es, asimismo, una de las preocupaciones de John Rawls frente al deterioro del autorrespeto y la autoestima de los ciudadanos, ya que esto afecta su condición de miembros plenamente cooperantes. Cuando esto sucede, los ciudadanos pueden dejar de percibir a la sociedad como una empresa conjunta de la que forman parte y, en consecuencia, la identificación con los fines de la sociedad puede debilitarse. Esto, a su vez, estimula comportamientos que socavan la cooperación social y que van desde la evasión fiscal hasta distintas conductas delictivas. Por supuesto que la explicación de este tipo de comportamientos nunca es monocausal, pero en cualquier explicación la desigualdad siempre estará presente como un factor relevante.

Hay desigualdades que son enemigas de la democracia, algo que se observa con particular claridad en las desigualdades económicas extremas.

A partir de esto, quienes se encuentran mejor posicionados en la sociedad deberían desear reducir la desigualdad, ya que esta atenta contra la dinámica social que les permite beneficiarse y disfrutar de las ventajas que obtienen de la cooperación social. Una sociedad altamente conflictiva y desintegrada es el peor enemigo de quienes obtienen mejores resultados de la vida en común. En función de esto, un principio prudencial, caracterizado por no concentrarse en la ventaja a corto plazo, sino a mediano y largo plazo, llevaría a reducir la desigualdad económica simplemente por razones de conveniencia de quienes están mejor posicionados.

Quienes actúan de esta forma son caracterizados por Kant en La paz perpetua como demonios racionales, al afirmar que hasta un pueblo de demonios acordaría una paz duradera, siempre y cuando sean inteligentes.3 La figura de los demonios racionales es útil para ilustrar cómo es actuar por principios de prudencia, ya que este tipo de comportamiento no está determinado por un principio moral, sino por su conveniencia, pero esta es vista a mediano y largo plazo. Es muy probable que parte de los sectores más ricos de muchas sociedades que defienden el incremento de impuestos califiquen como demonios racionales. Tal podría ser el caso de los Patriotic Millionaires en Estados Unidos, la declaración Proud to Pay More liderada por Bill Gates o las posiciones de Michael Bloomberg y Jamie Dimon.

Esta perspectiva de largo plazo, sin embargo, está ausente en las manifestaciones de algunos de los sectores más acaudalados de nuestro país. Adela Cortina llama a este tipo de comportamiento “egoísmo estúpido”, porque, al centrarse en el beneficio inmediato, resulta autodestructivo y ni siquiera alcanza la altura de la evaluación prudente a largo plazo de los demonios racionales.4

Razonabilidad ciudadana

En cualquier caso, los sectores más beneficiados de la sociedad deberían actuar como ciudadanos razonables. Esto significa que se espera, al igual que de todo ciudadano, que actúen a partir de un sentido de justicia que les permita reconocer que, al formar parte de un sistema de cooperación social que les otorga ventajas y beneficios, también tienen la responsabilidad de contribuir a esa cooperación con parte de esos beneficios. Reconocer que, además de beneficiarnos, debemos contribuir a la cooperación social es un rasgo constitutivo de la razonabilidad que John Rawls atribuye a los ciudadanos.

Sin embargo, esto que parece algo tan elemental y que es un requisito básico para vivir en democracia no siempre es comprendido a cabalidad. Con frecuencia, los impuestos, en lugar de ser vistos como la contraparte de los beneficios recibidos, se presentan como un castigo al esfuerzo y al trabajo. Quienes sostienen tal postura se apoyan en una creencia sustentada en una versión limitada de la sociedad y la cooperación, que pretende hacer convivir dos ideas incompatibles: por un lado, un sujeto aislado que produce y tiene derecho a todo lo que genera; por otro, las garantías y los beneficios que brinda la cooperación social. Ambas cosas no son posibles.

La vida en sociedad no puede concebirse como una instancia en la que sólo obtengamos beneficios sin dar contrapartida alguna, o dándola en la menor medida posible. Cuando esta visión se consolida como creencia compartida en una sociedad democrática, la realización de la justicia se vuelve cada vez más difícil. A menudo, esta creencia muta –como ya se indicó– en la identificación de los intereses de grupos privilegiados con los intereses de toda la sociedad. Algo de esto señalaba, con amargura, el ministro de Economía y Finanzas, Gabriel Oddone, al referirse a las dificultades para solucionar el financiamiento de la Caja de Profesionales.

Este último ejemplo subraya la necesidad de que nuestra sociedad se tome muy en serio la tarea de educar el sentido de justicia de sus ciudadanos, que consiste en una capacidad ciudadana que puede desarrollarse a partir de la imaginación, la compasión y el ejercicio de la racionalidad práctica. Tanto los programas de educación formal como la educación que, de manera indirecta, se transmite a través de la discusión pública deberían tener esto en cuenta. De ello depende que podamos reconocernos como seres con igual dignidad, merecedores de consideración y respeto, y también que podamos garantizar la estabilidad de nuestra vida en común.

La justificación de impuestos a los sectores más acaudalados de la sociedad es siempre posible, y las democracias, en respuesta a su dinamismo histórico, deben ser capaces de discutirlo. Nunca debería tratarse de un tema vedado, porque la justicia no puede convertirse en un tabú para la vida democrática. De ello depende tanto la realización de la justicia como el cumplimiento de la promesa emancipatoria moderna, en la que la libertad y la igualdad material forman parte de un mismo ideal de ciudadanía.

Gustavo Pereira es corresponsable del Instituto de Investigación sobre Justicia Social y Desigualdades de la Universidad de la República.


  1. Rawls, J (1979). Teoría de la justicia (M González, Trad.). Fondo de Cultura Económica. (Trabajo original publicado en 1971). 

  2. Schneider, SM (2019). Why income inequality is dissatisfying—Perceptions of social status and the inequality–satisfaction link in Europe. European Sociological Review, 35(3), 409-430. https://doi.org/10.1093/esr/jcz002; Kraus, MW, Park, JW y Tan, JJX (2014). Signs of social class: The experience of economic inequality in everyday life. Frontiers in Psychology, 5, 1404. doi.org/10.3389/fpsyg.2014.01404 

  3. Kant, I (2003). Hacia la paz perpetua (F Oncina Coves, Trad.). Tecnos. (Trabajo original publicado en 1795). 

  4. Cortina, A (1998). Hasta un pueblo de demonios: ética pública y sociedad. Taurus.