En los últimos años, los colectivos afrodescendientes en Uruguay han sostenido una labor constante para transformar el campo educativo. Su objetivo es claro: erradicar el impacto del racismo en todos los niveles de enseñanza y garantizar trayectorias educativas completas, seguras y justas para niñas, niños y jóvenes afrodescendientes.

Las autoridades de la educación han reconocido reiteradamente la urgencia del reclamo. Sin embargo, los resultados aún son escasos. La consecuencia es visible: el estudiantado afrodescendiente continúa subrepresentado, en un proceso de exclusión silenciosa que el Estado no ha sabido revertir, pese a que la educación es un derecho consagrado en el marco legal de nuestro país.

El espacio educativo suele ser el primer lugar de impacto frente al prejuicio racial. Y también, mientras se mantenga allí, es donde más se sostiene y reitera. Allí, niñas, niños y adolescentes afrodescendientes deberían encontrar adultos de referencia –docentes, equipos de gestión y funcionarios– capaces de garantizar su derecho a aprender sin discriminación. Pero la realidad es que estos no siempre logran generar entornos seguros ni transmitir un compromiso firme frente a la intolerancia racial. No se trata de detener en la puerta de los espacios educativos el racismo estructural, pero sí de enviar un mensaje claro: la injuria racial no tiene lugar en las aulas, y quien la sufre merece acompañamiento y reparación. Y también quien la comete requiere acompañamiento para comprender la dimensión y consecuencia de sus actos.

El Estado ha desplegado acciones valiosas: leyes, ordenanzas de protección de trayectorias, instancias de formación docente, manuales pedagógicos y declaraciones de centros educativos “antirracistas”. Sin embargo, todas estas políticas chocan con un límite persistente: los propios prejuicios raciales del cuerpo docente. No hablamos de docentes “racistas”, sino de profesionales atravesados por lo que la antropóloga Rita Segato1 denomina “racismo de costumbre”: un racismo naturalizado, irreflexivo y socialmente arraigado. Desde esa mirada, muchos consideran que el problema está sobredimensionado, que no les incumbe, o que no poseen formación para actuar.

Esa última justificación resulta especialmente preocupante. Implica que profesionales de la educación, cuya tarea central es aprender y enseñar, renuncian a incorporar nuevas herramientas para enfrentar el racismo. En otras palabras: aceptan que su práctica docente quedará limitada a lo que aprendieron en su formación inicial, aun cuando la sociedad y sus desafíos exigen mucho más.

La formación de docentes en esta temática suele enfrentarse a una resistencia persistente, en tanto muchas veces se la interpreta como una acusación personal. Hablar de racismo interpela prácticas propias, las de colegas o incluso las de personas cercanas, lo que genera incomodidad. Frente a ello, no son raras las respuestas defensivas: desde el recurso al recuerdo emotivo (“yo tengo amigos negros”), la apelación a un antepasado afrodescendiente que funcionaría como salvoconducto, o la mención del gusto por el candombe, hasta posturas más abiertamente opositoras. En estas últimas, se intenta deslegitimar la instancia de formación desde la apelación a argumentos que van desde el “todos venimos de África” hasta teorías biologicistas de supuesta mayor aptitud de algunos grupos, o la referencia al marco legal de igualdad formal, sin detenerse a reflexionar sobre las desigualdades reales que atraviesan el sistema educativo.

También es cierto que las instancias de formación en estas temáticas no son frecuentes ni sostenidas en el tiempo. Muchas veces no están a cargo de personas con la preparación adecuada para conducirlas, y su implementación depende más de la buena voluntad de quienes ocupan cargos de decisión que de una política educativa sólida. A esto se suma que, en la mayoría de los casos, estas actividades no son remuneradas y terminan asumidas casi como una obligación por parte de los colectivos de la sociedad civil, para reproducir así la desigual carga de trabajo que ya soportan.

A esta dificultad se suma otro obstáculo estructural: los currículos. Hoy, las y los docentes deben desarrollar su práctica en marcos programáticos que minimizan o directamente ignoran la matriz pluricultural de nuestra sociedad. Se sostiene así un relato único, que excluye la diversidad de aportes étnico-raciales en la construcción del país. En los últimos años, incluso, hemos llegado al extremo de reducir o eliminar asignaturas que, por su propia naturaleza, permiten reflexionar sobre la diversidad cultural. Con ello, perdemos la oportunidad de formar una ciudadanía más consciente de quiénes somos realmente y de la complejidad que, lejos de ser una amenaza, constituye nuestra mayor riqueza como sociedad.

La educación antirracista no puede quedarse en palabras ni en declaraciones simbólicas. Requiere compromiso institucional, inversión real y la transformación profunda de prácticas, currículos y relaciones.

Este silenciamiento tiene efectos profundos. Al apagar las voces y pensamientos que no encajan en la hegemonía, la educación se convierte en un dispositivo que borra memorias, experiencias e historias de los sectores subalternizados. Esto se constituye en epistemicidio: la negación sistemática de saberes y perspectivas que podrían ampliar nuestra comprensión del mundo y fortalecer la democracia desde la base del encuentro con el otro.

La vocación antirracista

La reciente declaración de la Universidad de la República como universidad antirracista abre una serie de interrogantes en el campo educativo. ¿Qué significa, en la práctica, asumirse como tal? ¿Cómo se aplicará este compromiso y de qué manera puede irradiar hacia el resto del sistema de educación?

Asumirse como un espacio antirracista implica tomar una postura activa frente al racismo, pero también requiere un paso previo: sostener, en toda su amplitud, el compromiso con los derechos humanos. Recordarlo es fundamental, porque el racismo pone en duda de manera persistente la condición de humanidad de las personas racializadas. Ya no bajo las formas brutales de antaño –como aquella pregunta sobre si teníamos o no alma–, pero sí bajo sospechas contemporáneas que cuestionan nuestras capacidades en función de la pertenencia étnico-racial.

Si Uruguay cumpliera cabalmente con su compromiso con los derechos humanos, una declaración de este tipo no sería necesaria. Pero la realidad indica lo contrario. Aplicar este compromiso requiere desarrollar una mirada más amplia sobre las formas de conocimiento desde las que desarmar estructuras que sostienen el privilegio epistémico, los pactos narcisistas de blanquitud2 en el ámbito académico y el ya mencionado epistemicidio. Sólo así se puede garantizar el acceso pleno al conocimiento para todas y todos quienes ingresan al espacio universitario.

Este es un compromiso fuerte –que sí, también implica inversión presupuestal–, capaz de asegurar trayectorias educativas seguras dentro de la institución, así como carreras docentes y funcionales libres de los efectos del racismo y la discriminación. También implica establecer formas de relación con la población dentro de marcos éticos que eviten el extractivismo académico, y poner a disposición de la sociedad las capacidades necesarias para impulsar un desarrollo antirracista más amplio.

Un desafío central para los espacios antirracistas es asegurar la presencia de personas racializadas no sólo entre el estudiantado, sino también entre el cuerpo docente y los trabajadores, más allá de la asignación racializada de tareas que reproduce las jerarquías derivadas de la estructura colonial.

En cuanto desde el espacio universitario se comience a hacer visible el impacto de la declaración, será inevitable que el resto del sistema educativo siga este camino. De esta forma se podrá hacer más efectivo el accionar del Estado y dotarlo de una herramienta más que haga fuerte su voz en este compromiso derivado de su vocación antirracista.

Un compromiso de todos

La educación antirracista no puede quedarse en palabras ni en declaraciones simbólicas. Requiere compromiso institucional, inversión real y la transformación profunda de prácticas, currículos y relaciones en todos los niveles del sistema educativo. Sólo así podremos garantizar que niñas, niños, jóvenes y docentes afrodescendientes –y todas las personas racializadas– transiten sus trayectorias educativas con seguridad, reconocimiento y justicia.

No se trata de un desafío exclusivo de la universidad o de una parte del sistema educativo en particular, ni sólo de los colectivos organizados, sino de una responsabilidad colectiva: del Estado, de las instituciones educativas y de cada ciudadano que cree en una sociedad más equitativa. Ignorarlo u oponerse es perpetuar el racismo estructural y el epistemicidio; afrontarlo es abrir la puerta a una educación que refleje la diversidad, la memoria y la riqueza de quienes conformamos este país.

Julio Pereyra es docente universitario.


  1. Segato, Rita. Racismo, discriminación y acciones afirmativas: herramientas conceptuales. Brasilia: UFB, 2006. 

  2. Bento, Cida. O pacto da branquitude. San Pablo: Companhia das Letras, 2022.