La mayor parte de la población se encuentra casi completamente indefensa ante la creciente medicalización de sus cuerpos, el temor a la enfermedad y la arrolladora publicidad de fármacos para cualquier dolencia. Nada indica que estas cosas puedan cambiar a corto plazo; como veremos a continuación, hay intereses muy poderosos en juego. Tal vez las voces de alarma se intensifiquen, tal vez la buena ciencia consiga imponer retrocesos a la industria farmacéutica. Entretanto, conviene entender cómo se ha llegado a la situación actual. De eso nos ocuparemos en esta nota con la brevedad que impone su formato.
La ilusión biologista
La explosión farmacológica iniciada hace unos 60 años impactó fuertemente en el imaginario social generando la convicción de que hay un remedio específico para cada enfermedad, y que siempre habrá un fármaco para suplir o reparar alteraciones fisiológicas generadas por otros remedios. Vivimos hoy la era del deslumbramiento farmacológico: sea cual sea mi problema de salud, seguro que existe la droga capaz de solucionarlo. Tal convicción alienta la fantasía biologista de que las ciencias médicas todo lo saben y todo lo resuelven. Los departamentos de marketing de las farmacéuticas se encargan de elaborar sofisticados relatos sobrecargados de términos científicos que no pretenden explicar, sino apabullar. Tomemos por caso la descripción del Aripiprazol, un “nuevo” medicamento recetado para tratar psicosis, episodios maníacos y trastornos bipolares en adolescentes: “Neuroléptico atípico. Agonista parcial de receptores D2 de dopamina y 5-HT1a de serotonina y antagonista de receptores 5-HT2a de serotonina, presenta efectos secundarios extrapiramidales menos intensos, pero efectos metabólicos mayores”.
Los artífices de la retórica al servicio de la big pharma saben de sobra que el médico corriente desconoce la minucia de mecanismos de acción molecular como estos, pero de eso se trata precisamente: de transmitirle una descripción suficientemente complicada como para generar una sensación de ciencia comprobada. Con expresividad segura y convincente, pregonan la “acción selectiva” de sus productos, sugiriendo así, sin decirlo, el mito del blanco perfecto: cada fármaco es presentado como un tiro limpio al centro del target.
Esta noción fue patentada a fines del siglo XIX por Robert Koch, reconocido como uno de los padres de la bacteriología; en sus términos, cada enfermedad es causada por un único germen. Tal visión simplificadora de procesos muy complejos ya no tiene hoy la misma aceptación científica. Ninguna farmacéutica ignora que sus productos tienen múltiples acciones y las enfermedades múltiples causas, a pesar de lo cual hacen todo por prolongar la vigencia de aquel modelo monocausal anacrónico.
El ajuste perfecto entre un fármaco y una patología específica es imposible, ya que supondría un compuesto de una única acción y una enfermedad de una sola causa. La cultura médica predominante hace también su contribución a la falsa imagen de la causa única: dolor lleva a analgésico, infección a antibiótico, vértigo a antivertiginoso, y así seguimos.
Echemos ahora una ojeada a la expansión de la industria farmacéutica amparada por estos procesos socioeconómicos y culturales.
La edad de oro de la big pharma
El sistema de patentes instaurado en 1995 por la Organización Mundial del Comercio (OMC) otorgó a las farmacéuticas el derecho exclusivo de explotación de cada nuevo fármaco por 20 años. El efecto inmediato de esta disposición fue el crecimiento disparatado de los precios de medicamentos comercializados en condiciones monopólicas durante dos décadas. Por otra parte, lejos de estimular la innovación terapéutica, esta normativa ha inhibido la investigación sobre problemas graves de salud pública que no son rentables. Es mucho más redituable patentar un “nuevo” medicamento modificando apenas la fórmula de un fármaco ya existente, puesto que redunda en la ampliación del mercado con una inversión bajísima o nula.
¿Cómo logran las farmacéuticas estas redituables manipulaciones? Muy sencillo: el control que ejercen sobre los órganos reguladores les permite adquirir autorizaciones para fármacos de eficacia y seguridad mal conocidas.1 Así las cosas, la exageración, o aun la invención de enfermedades, acrecienta sin cesar sus ventas; millones de personas sanas son empujadas a consumir medicamentos que no necesitan.2
En unas pocas décadas los sistemas sanitarios se han visto convertidos en clientes ignorantes de un mercado global dominado por las grandes farmacéuticas.3 La información sobre los medicamentos está en manos exclusivas de la industria y se basa en datos selectivos de experimentos mantenidos en secreto; amparadas por la impunidad de que gozan, estas megaempresas exageran las ventajas de sus productos, ocultan sus efectos adversos y archivan los experimentos que no las favorecen. Ni bien asoma públicamente una sombra de duda sobre los efectos de cierta droga, una legión de abogados, de científicos, de médicos mercenarios y de expertos en marketing se ocupa de defender la reputación de los fármacos y de silenciar las preguntas inoportunas. Asimismo, estas empresas invierten enormes sumas en sobornos de directivos de los órganos encargados de supervisar sus productos.4
El ajuste perfecto entre un fármaco y una patología específica es imposible, ya que supondría un compuesto de una única acción y una enfermedad de una sola causa.
Cuando en los 90 entraba en vigor el nuevo régimen de patentes, el mercado farmacéutico mundial rondaba los 80.000 millones de dólares. A inicios de los 2000 ya había ascendido a 390.000, en 2010 era 888.000 y en 2022 alcanzaba 1.482.000 millones.5 En 30 años, el capital de la big pharma se había multiplicado por más de 18 veces. A todas luces, la enfermedad –real, fantaseada o inventada– es un gran negocio en continua expansión.
Efectos múltiples de los fármacos
En teoría, cada fármaco ha sido diseñado para unirse a un receptor específico. Pero lo más corriente es que se una a muchos otros receptores, cada uno de los cuales asiste al funcionamiento de múltiples procesos fisiológicos. Esto da lugar a una cascada de efectos orgánicos no buscados; algunos son expresamente anunciados entre los “efectos adversos”, pero muchos otros son desconocidos o silenciados por los fabricantes del fármaco en cuestión. Un ejemplo de estos efectos espurios: numerosos estudios han demostrado que muchas drogas no antibióticas como psicofármacos, antiinflamatorios, inmunodepresores, fármacos para la diabetes, para el cáncer, etcétera, tienen actividad antibacteriana en los intestinos, es decir, afectan la flora intestinal.6
Hipocondría social y marketing milmillonario se alían para estimular la multiplicación de chequeos inútiles de personas sanas que –sobrediagnóstico mediante– casi siempre darán lugar a hallazgos patológicos alarmantes seguidos de prescripciones que aumentan sin cesar el consumo de fármacos.7
Una investigación científica comienza con preguntas. Quien las formula o avala (un organismo público, una entidad privada o un particular) es el promotor que financia la investigación. Actualmente, la big pharma es el principal inversor en investigación y, por tanto, quien controla las preguntas. Las investigaciones auspiciadas por estas empresas están al servicio del mercadeo de sus fármacos y no del conocimiento científico. En un documento interno que vio luz pública, Pfizer establece que los ensayos financiados son de su propiedad y que “la finalidad de los datos es la de dar apoyo directo o indirecto a la promoción de nuestros productos”.8
Escribe el médico farmacólogo español Joan-Ramón Laporte: “La ciencia tiene dueños. Las prioridades de la investigación no coinciden con las necesidades de la salud. Las necesidades del mercado no son las mismas que las de la salud pública. Se invierte en los campos que pueden dar beneficios. Para empezar, se invierte en los problemas de salud –reales, exagerados o simplemente inventados– del mundo rico, y se desatiende la investigación en las enfermedades de los pobres; los que no pueden pagar no están en el mercado, y por lo tanto no cuentan”.9
Palabras finales
A contrapelo de un biologismo decimonónico aún hoy en boga, los principales determinantes de nuestra salud no son estrictamente biomédicos. Esta se ve afectada por los contextos socioeconómicos, por el consumo de alimentos atiborrados de tóxicos, por la contaminación ambiental y por el modo de vida sedentario predominante. Al actuar sobre los síntomas y dejar intocadas las raíces de nuestras dolencias, las “soluciones” farmacológicas contribuyen a perpetuar un estado generalizado de “enfermedad” (poco importa si real o fantaseada).
La industria farmacéutica nos necesita, y nos mantiene, crónicamente enfermos. La amarga ironía expresada por Aldous Huxley hace casi un siglo se ha hecho realidad: “La medicina avanza tanto que pronto estaremos todos enfermos”.
François Graña es doctor en Ciencias Sociales.
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Graña, François: “La big pharma controla a sus controladores”. la diaria, 11 de noviembre de 2021. ↩
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Sitges-Serra, Antonio (2020): Si puede, no vaya al médico. Barcelona: Libros del Zorzal. ↩
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Graña, François: “De la ciencia biomédica al marketing: decálogo de una metamorfosis”. Brecha, 3 de diciembre 2021. ↩
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Gøtzsche, Peter (2014): Medicamentos que matan y crimen organizado. Barcelona: Los Libros del Lince pp.121-125. ↩
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Datos tomados de Laporte, Joan-Ramón (2024): Crónica de una sociedad intoxicada. España, Ediciones Península. ↩
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Ash, Caroline y Mueller, Kristen: “Manipulating the microbiota”. Science, 352, issue 6285: Microbiome. ↩
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Graña, François: “La medicina avanza tanto que pronto estaremos todos enfermos”. Brecha, 20 de agosto de 2021. ↩
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Glen Spielmans y Peter Parry (2010): “De la medicina basada en la evidencia a la medicina basada en el marketing: evidencia de documentos internos de la industria”. Revista de Investigación Bioética. philpapers.org/rec/SPIFEM ↩
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Laporte, ob. cit. ↩