En una escena de Tiempos modernos (1936), Charles Chaplin retrata al dueño de la fábrica como una figura abstracta: no lo vemos caminar entre los obreros ni mancharse las manos. Está sentado en una oficina de lujo, vigilando a través de pantallas, presionando botones para acelerar la línea de montaje. Es la encarnación de una riqueza automatizada, impersonal, casi divina. Apenas habla. Apenas existe. En Ciudadano Kane (1941), en cambio, el protagonista aparece desde el inicio como un hombre de carne y hueso, contradictorio, excesivo, dueño de un imperio periodístico y de una mansión colosal. Kane quiere ser amado y recordado. Su fortuna es un escenario de drama humano. Entre ambos films, la riqueza ya comenzaba a cambiar de forma: del patrón industrial al magnate de la influencia. Del capital productivo al simbólico.

Esa transformación tiene raíces profundas. A lo largo de la historia de Occidente, las representaciones de la riqueza han mutado radicalmente: desde virtud divina hasta amenaza invisible. En esta crónica cultural proponemos un recorrido por cinco momentos clave que nos permiten entender cómo la riqueza se ha narrado, figurado y problematizado en la literatura, el cine, la publicidad y el arte. Un viaje de palacios dorados a búnkeres secretos, de la ostentación al algoritmo, del esplendor al pánico. Este análisis busca abordar el impuesto al 1% más rico del país desde la perspectiva de la cultura popular y buscar respuestas sobre por qué nos cuesta pensar en ellos como una parte del nosotros; y por qué les tememos, si es que tanto los necesitamos.

1. Riqueza como virtud y prestigio (Antigüedad y Edad Media)

En las sociedades antiguas la riqueza era signo de virtud, poder y mandato divino. En Grecia y Roma los bienes se asociaban al mérito cívico o militar. El rico era el benefactor de la ciudad, el mecenas de las artes, el héroe de la guerra. En la Edad Media cristiana, en cambio, la riqueza era ambigua: podía ser bendición o condena, según su uso. El rico bueno era el que donaba, el que fundaba monasterios, el que financiaba iglesias. Pero el Evangelio advertía sobre los peligros del oro.

Las representaciones artísticas de la época revelan esta tensión. Los frescos medievales muestran a los ricos con coronas, túnicas, camellos cargados, pero también hay imágenes del infierno reservado a los avaros. En la literatura, la Divina comedia de Dante castiga a los codiciosos con una eternidad de cargas inútiles. La riqueza es pesada, literalmente.

La ruptura llega con el surgimiento de las ciudades y del comercio. Los mercaderes comienzan a acumular riqueza sin linaje. La figura del burgués, que más tarde dominará el mundo, hace su entrada.

2. Riqueza aristocrática y heredada (siglos XVI-XVIII)

Durante la Edad Moderna, la riqueza se asociaba a la sangre, no al trabajo. No se ganaba, se heredaba. Era sinónimo de nobleza. Vivir sin trabajar era el ideal. La opulencia se manifestaba en palacios, joyas, muebles tallados, jardines geométricos. El esplendor barroco celebraba una riqueza inmóvil, ritualizada. Surge el lujo como marca, por ejemplo, en porcelanas y tapices.

Pintores como Velázquez, Rubens o Van Dyck retrataron a nobles rodeados de símbolos: perros de caza, globos terráqueos, mapas, tronos. En literatura, obras como Orgullo y prejuicio de Jane Austen o Las amistades peligrosas de Pierre Choderlos Laclos reflejan esa aristocracia refinada pero estancada; el capital tiene un aura moral según su origen. La nobleza se representa como elegante, pero, a la vez, decadente y cruel.

Sin embargo, bajo esa superficie comienzan a moverse nuevas ideas. La Ilustración y las revoluciones (americana y francesa) instalan la crítica a los privilegios de nacimiento. El dinero empieza a buscar legitimidad en el trabajo, no en la cuna.

3. Riqueza como mérito individual (siglo XIX y principios del XX)

Con la Revolución industrial, la riqueza cambia de manos. El capital se vuelve móvil, productivo, urbano. El nuevo rico es el empresario, el banquero, el ingeniero. Surge el ideal del self-made man. El capitalismo como ascenso por esfuerzo y racionalidad.

En la literatura, personajes como Rastignac en Honoré de Balzac o Pip en Charles Dickens muestran el ascenso social a través del esfuerzo o la astucia. El dinero ya no es sólo propiedad: es movilidad, posibilidad. Pero también amenaza: detrás del progreso, aparece la explotación.

En el cine, Ciudadano Kane se vuelve una figura crucial: el millonario moderno, contradictorio, con poder mediático pero vacío afectivo. La riqueza ya no se mide sólo en tierras o fábricas, sino en influencia, prestigio e imagen.

La publicidad de la época empieza a vender el confort burgués: baños, cocinas, automóviles. Surge el consumo de masas. El dinero se convierte en estilo de vida. El impresionismo y el art déco celebran a las élites urbanas: los placeres refinados, los interiores burgueses. Pero, tras la opulencia, las primeras crisis: la Gran Depresión, la crítica socialista, los movimientos obreros.

4. Riqueza como espectáculo y consumo (mediados del siglo XX a inicios del XXI)

Desde la posguerra hasta la era de las tarjetas de crédito, la riqueza se vuelve aspiracional. Hollywood crea arquetipos del rico elegante, peligroso, excéntrico. El jet set y los millonarios como celebridades. El gran Gatsby, en sus múltiples versiones, presenta a un millonario triste, fuera de lugar. Wall Street (1987) inmortaliza a Gordon Gekko y su frase “la codicia es buena”. El lobo de Wall Street (2013) lleva esa lógica al exceso delirante. La riqueza es exceso, transgresión y riesgo.

En la televisión, series como Dinastía o Dallas muestran familias multimillonarias como telenovelas de lujo. Las marcas Rolex, Gucci, Rolls Royce construyen una estética del éxito. La publicidad de los 80 y 90 diseña el estatus. Todo puede comprarse y al rico se lo celebra: es el que puede ser visto, fotografiado, imitado.

La posmodernidad asocia riqueza a ironía y simulacro. Warhol convierte a la celebridad en mercancía. Pero también emergen las grietas: la guerra de Vietnam, el 68, el neoliberalismo, la desigualdad creciente. El dinero ya no parece garantía de estabilidad. El consumo se vuelve deuda. El deseo, insaciable. Y la figura del rico, cada vez más criticada.

La riqueza ya no tranquiliza: inquieta. Se sospecha del poder tecnológico, del capital invisible, de las fortunas que crecen sin trabajo, sin rostro, sin cuerpo.

5. Riqueza tecnofinanciera y desconectada (actualidad)

Hoy, el millonario ya no quiere que lo mires. Vive en la sombra, en la nube, en el algoritmo. No luce relojes de oro, sino smartwatches. No colecciona coches, sino datos, tiempo, acceso, poder global. No compra islas para mostrarlas, sino para esconderse. Son jóvenes, extraños, “fuera del sistema”. Se los retrata como alienados, peligrosos, distantes o ridículos.

En Succession (HBO, 2018-2023) los herederos de un imperio mediático son fríos, disfuncionales, crueles. Kendall Roy, en particular, ofrece una escena paradigmática: en la temporada 2, episodio 8, durante una gala en honor a su padre, interpreta un rap corporativo –“L to the OG”– vestido con gorra de béisbol y luces led. Intenta homenajear a Logan, pero lo que muestra es su profunda desconexión emocional, su aislamiento, su necesidad patética de aprobación. La riqueza ya no impresiona: incomoda. Su performance revela una figura poderosa pero ridícula, atrapada entre el afecto y la imagen, porque Kendall no ostenta poder como un Gordon Gekko (Wall Street) ni como un magnate clásico. Su riqueza no produce respeto. Se viste de streetwear, quiere hablar como joven, pero es parte de una élite ultraexclusiva y decadente. No representa al “nuevo rico” que presume, sino al “nuevo rico” que finge que no lo es, y queda atrapado en su propia farsa.

En la literatura reciente proliferan formas de crítica social que se articulan desde la autoficción, la sátira tecnológica y el arte digital. En la novela The Every, de Dave Eggers, se construye una distopía reconocible: una megacorporación que fusiona las lógicas de Amazon, Google y las redes sociales convierte cada aspecto de la vida en un dato administrado, vigilado y monetizado. En esta sátira, los nuevos ricos no son personajes estrafalarios y visibles, sino ingenieros de sistemas, diseñadores de interfaces, CEO que usan remeras grises y se mueven en bicicletas eléctricas. La riqueza se vuelve ubicua, disimulada, incrustada en algoritmos. En paralelo, el arte digital contemporáneo refleja una crítica al “tecnofeudalismo”: una forma de poder donde unos pocos concentran no tierras, sino datos. Lo que emerge es una subjetividad hiperindividualizada, medida, gamificada, que transforma al individuo en su propio producto y en su propio señor feudal.

La cultura pop ha pasado del esplendor al pánico. La riqueza ya no tranquiliza: inquieta. Se sospecha del poder tecnológico, del capital invisible, de las fortunas que crecen sin trabajo, sin rostro, sin cuerpo. En tiempos de crisis climática, desigualdad extrema y algoritmos opacos, el millonario se convierte en amenaza, no en modelo.

En publicidad, el lujo se ha vuelto hipócrita: se vende como bienestar, sostenibilidad, autenticidad. Pero detrás hay capital financiero, evasión fiscal, extractivismo verde. La riqueza aparece desconectada de la vida real, de la cual busca huir. Se tematiza el “escape” a Marte, islas privadas, búnkeres en Hawái. El millonario se salva solo.

Así, el rico actual ya no usa Rolex. Su poder es no ser visto. Ser un fantasma en el sistema. Pero la cultura lo persigue: lo retrata, lo critica, lo desnuda. Porque donde hay dinero, hay relato. Y toda riqueza, por más silenciosa que quiera ser, deja huella en el imaginario.

¿Y por casa?

El poder no se conquista por mérito ni por ideología, sino por impunidad acumulada. La riqueza, cuando es opaca, no sólo compra favores, también puede comprar la presidencia. En este nuevo paisaje, figuras como Donald Trump en Estados Unidos o Juan Sartori en Uruguay ilustran cómo la riqueza ha dejado de ser sólo un signo económico para convertirse en un capital político y performativo. Trump encarna una versión desbordada del millonario mediático: no oculta su fortuna, la teatraliza. Su poder no proviene sólo del dinero, sino de su capacidad para encarnar un personaje: el empresario sin filtros, el outsider que dice lo que otros callan.

En otro registro, Sartori irrumpe en la escena política local con una estética de élite globalizada: joven, elegante, millonario, cosmopolita, con una narrativa de eficiencia empresarial y modernidad tecnológica. Ambos comparten una lógica que va más allá de la acumulación: traducen su riqueza en visibilidad, y su visibilidad en poder político. Son ejemplos de cómo, en el presente, el millonario no desaparece del todo: se reinventa como figura pública, ambiguamente entre el espectáculo y la amenaza. Ambos comparten la capacidad de disimular el privilegio, amplificando el enojo del hombre común.

Sartori montó su personaje a través de una hipervisibilidad cuidada (campañas estéticas, redes sociales, publicidad personalizada) y opacidad estructural, el origen de su fortuna, las redes de empresas offshore, la relación con oligarquías extranjeras. Sartori no representaba a una clase alta tradicional uruguaya, sino a una nueva élite transnacional que combina capital financiero, redes globales y marketing disruptivo.

En sus intervenciones públicas, Sartori muchas veces esquivó el contenido ideológico. No venía a defender una plataforma política, sino a “gestionar”, a “modernizar”, a “conectar Uruguay con el mundo”. Esta lógica tecnocrática se viste de pragmatismo, pero encubre una concepción elitista de la política: el poder no se conquista por construcción colectiva, sino por performance personal y recursos ilimitados.

Epílogo

Este recorrido muestra cómo la riqueza ha cambiado de piel, de símbolos, de cuerpo. Y cómo la cultura ha intentado siempre narrarla, estetizarla, juzgarla. Hoy, en tiempos de inteligencia artificial, criptomonedas y desigualdad, el millonario se esconde, pero no escapa del relato. Quizás no use Rolex, pero sigue marcando el tiempo del mundo. Y las democracias se preguntan si están más acá o más allá de su poder.

Mónica Stillo Mello es docente en Comunicación, Cultura y Medios.