La Constitución y las leyes marcan límites a los individuos. Los jueces resuelven en ese marco los conflictos sociales, y el Estado puede usar la fuerza para garantizar que las normas se cumplan. Pero todo eso no basta para que exista un estado de derecho; hace falta también que el propio poder estatal respete de modo estricto los límites constitucionales y legales. De lo contrario, traiciona la confianza de los ciudadanos que le han permitido actuar con violencia, y el sistema creado para asegurar una convivencia libre y civilizada se convierte en un generador de arbitrariedad e incertidumbre. Esa traición del Estado es el peor crimen contra la democracia. Siembra un miedo que no la deja crecer.

Esa traición fue la que cometió la dictadura cívico-militar uruguaya. Se apoderó del poder estatal delegado por la gente, y lo empleó contra ella para el terrorismo de Estado, que es el más grave de los terrorismos. Los represores no sólo fueron culpables de hurtos, violaciones, torturas, desapariciones y asesinatos, sino también de socavar las bases mismas del estado de derecho, al pervertir la función de los poderes públicos.

La Ley de Caducidad agravó el crimen cuando pretendió darle validez, en democracia, a la perversión dictatorial. Lo hizo en nombre de una presunta “lógica de los hechos” a la que quiso consagrar como derecho, y arrasó así, en forma simultánea, con el derecho y con la lógica. Mandó callar a la sociedad lastimada y a los jueces, que tenían el deber de asistirla para que pudiera sanarse. Otorgó al presidente de turno la potestad de bloquear, por su sola voluntad y sin rendir cuentas a nadie, la búsqueda de la verdad y la determinación de responsabilidades. Por ésos y muchos otros motivos violó la Constitución, como lo reconoció el lunes, mediante una declaración contundente y unánime, la Suprema Corte de Justicia.

Para convencer a la población de que debía aceptar ese acto profundamente regresivo, el gobierno del doctor Julio María Sanguinetti y sus aliados apelaron al recurso más indigno: sostuvieron, hasta el último minuto de la campaña por el referendo de abril de 1989, que la impunidad disminuía el riesgo de una nueva dictadura. Mentían: no había condiciones, en la América Latina de fines de los años 80, para más golpes de Estado, y ellos lo sabían mejor que nadie; quizás algún día quede claro por qué querían que la gente creyera imposible un verdadero restablecimiento del estado de derecho.

El resultado hundió al país en la miseria moral y el desamparo ético, como nos lo han recordado en numerosas ocasiones los organismos de la comunidad internacional que se ocupan de cuestiones jurídicas. Al establecer que la sociedad debía dejar pasar los peores crímenes, se borraron los puntos de referencia para cualquier otro deseo de justicia. Varias generaciones han crecido bajo la consigna implícita de que cualquier aberración puede aceptarse por conveniencia.

El concepto de justicia es un producto histórico de la civilización; sustituye el imperio de los más fuertes, y se ajusta a la evolución de las ideas predominantes sobre lo que no puede permitirse. Reemplaza, por lo tanto, a la venganza, y, aunque los olfatos sensibles puedan reconocer aún ese origen, todo huele mucho peor cuando el despotismo se sale con la suya y la justicia, como escribió León Felipe, “vale menos, infinitamente menos que el orín de los perros”. El domingo 25 tenemos la oportunidad de limpiarla con el Sí a la anulación de la Ley de Caducidad, para que, por primera vez en décadas, recupere un aroma de futuro.