Si la vida de una persona transcurriera como nos enseñan en la escuela, como una delgada línea con principio y fin, y en el medio algunos hechos destacables que se trazan como mojones en el camino, diríamos que José Mujica nació el 20 de mayo de 1935 en Paso de la Arena, en tiempos de la dictadura de Gabriel Terra. Que aprendió a trabajar la tierra y a cultivar flores junto con su madre, que luego las vendió para sobrevivir.

Que no terminó el Preparatorio de Derecho en el IAVA y que un día fue guerrillero del Movimiento de Liberación Nacional, estuvo preso durante trece años y cuando salió se comprometió a insertarse en el sistema democrático-representativo. Que fue diputado y senador por el Movimiento de Participación Popular, ministro de Ganadería, y, desde ayer, es presidente electo de la República. ¿Un ejemplo para quienes creen en el ascenso social, que también se traza como una línea? ¿Un ejemplo de la “victoria de las instituciones democráticas uruguayas”, como se le oyó decir a algún analista antes del domingo?

Pero podría pasar que la vida de las personas, como la historia de las sociedades, no fuera una línea recta. Que tuviera sus curvas, sus marchas y contramarchas, sus líneas superpuestas, entrecruzadas, serpenteantes. Que ninguna persona fuera idéntica a sí misma a lo largo de toda su vida.

Entonces, ¿qué decir de José Mujica? Durante estos últimos días, su nombre estuvo precedido en los medios extranjeros por el adjetivo “ex guerrillero”, para enfatizar esa dimensión un tanto épica y aclarar, al mismo tiempo -no sin cierto alivio difícil de disimular-, que esa etapa quedó atrás. “Creíamos que por la vía armada construiríamos un mundo mejor sobre las ruinas del viejo orden. Luego resultó que aquel orden era bastante más desordenado de lo que suponíamos. Y su complejidad aumenta según entramos -o somos arrastrados- a un mundo en el que ni siquiera los propietarios de los medios de producción son los reyes del mambo”, dijo Mujica en junio de 2008 al diario español El Mundo. “En la actualidad, es más apropiado hablar de un amplio abanico de núcleos de influencia. Resumiendo, es una pérdida de tiempo disparar las flechas justicieras contra un Gran Hermano como el que George Orwell describe tan bien en su libro 1984. No sé si alguna vez existió un ente todopoderoso que manejara todos los hilos. Lo cierto es que ya no existe”, concluyó en esa entrevista.

Pero uno nunca es del todo ex. Algo de ese hombre de los 60 hay en el Mujica de hoy, que sigue creyendo en la revolución. Una revolución hacia adentro, para pasar de una mentalidad de empleado, mantenido o explotado a una mentalidad de “patrón de sí mismo”. Una revolución en las relaciones sociales y en la concepción del trabajo. Un cambio que no se hace de un día para el otro. Pero mientras no pueda alcanzarse un país socialista, se debe tender hacia un país “un poco más decente”. “Es fundamental que ese núcleo que es de la izquierda, que cree en la necesidad de la justicia social y en la posibilidad de contribuir a crear un mundo mejor, donde el hombre no sea el lobo del hombre, no abdique de eso. Si no, cualquier cosa es lo mismo”, dijo en 2008 a Brecha.

En otras cosas, en cambio, el hombre y su experiencia miran de reojo al joven avasallador y un tanto soberbio. “El partido que no encuentre un lenguaje que sea entendible por su sociedad no es un partido progresista aunque tenga ideas progresistas”, dijo en setiembre de 2008, en un acto en Buenos Aires.

Por no romper el hechizo

Pero sería simplista reducir las historias de Mujica a un cálculo de hasta qué punto cambió con respecto a los 60. Cuando el ayer electo presidente de la República habla de respetar al pueblo blanco y colorado, algo hay del niño que perdió a su padre en tercer año de escuela, a su padre blanco y herrerista, y algo de la admiración que sentía por su abuelo materno, también blanco y herrerista. De aquel niño que observaba cómo el presidente colorado Luis Batlle Berres descendía del ómnibus en el que viajaba para ayudar a su madre a cargar las flores que luego vendería con su hijo. Y, por supuesto, de aquel joven que acompañó durante cuatro años al legislador nacionalista Enrique Erro.

En el hombre que hoy habla con pasión de la naturaleza hay algo del que escuchó durante años en un pozo a las hormigas gritar. El culto a su persona que mucha gente hace contrasta con una mirada que lo trasciende. “Al mirar a largo plazo se reconoce que nuestros alientos y nuestros sueños siempre están limitados. Que logramos algo, subimos algunos escalones y nos queda mucho en el terreno de los sueños, y lo que más podemos intentar es que otros levanten las banderas y construyan. En eso estamos”, dijo en diciembre de 2008 en Canal 5.

Un día de 2005 se casó con su compañera de más de veinte años, Lucía Topolansky. La ceremonia fue en la cocina de la chacra de Rincón del Cerro, con la presencia de un juez que recorrió algunos kilómetros para la ocasión. La que le entregará la banda presidencial en marzo de 2010 será esa “mujer consecuente”, esa “buena cocinera” y ese “refugio”, como la define Mujica hoy. Pero será también la guerrillera, su compañera de todas las luchas. Que es, y no es, la misma.

Para algunas personas, es inaudito que Mujica vaya a recibir la banda presidencial. Más que por lo que propone, por lo que representa. En un país de presidentes mayoritariamente abogados y doctores, el año próximo ocupará ese sitial alguien que no terminó el liceo. Que se come las eses. Que no respeta el protocolo. Que se puso un traje y se peinó con gomina porque “no había más remedio”. En eso, quizás, es en lo que más se parece a su político de referencia en la región, el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva.

Él también tuvo que soportar un rechazo conservador de carácter cultural, que trasciende partidos y que está presente también en la izquierda. Y lo sigue soportando. Basta recordar las recientes declaraciones del músico Caetano Veloso, que lo trató de “analfabeto” y “grosero”.

Esto también empezó a cambiar a partir de ayer. “Mis gustos, mi manera de vivir, mis valores, la calle no pueden renunciar a lo que son. Tienen razón cuando dicen que no tengo pinta de presidente, porque los presidentes que han tenido esa pinta pertenecen a la otra clase, o se suben a la otra clase”, le dijo Mujica en 2008 a Brecha.

Se nota que le hubiera gustado tener hijos y, más que nada, nietos. Tiene algo de felicidad y de tristeza cuando está rodeado de niños. Y los niños parecen percibirlo cuando lo abrazan, le revuelven el pelo de la cabeza y lo sacuden, sin la mínima consideración hacia su investidura de candidato.

A partir de hoy todas las historias de Mujica confluirán en una. Y deberá enfrentarse con otro peligro, tal vez más terrible que las balas de los militares: el poder, y sus abusos, y su ceguera. “Los hombres con mucho poder siempre son peligrosos, más que por sí mismos, por el conjunto que los rodea. Una cosa es un equipo y otra cosa es, con el paso de los años, quedarse rodeado por lambetas, por cortesanos. Porque es duro y riesgoso discrepar con alguien que tiene mucho poder”, le decía Mujica a Miguel Campodónico en 1999. Por sus historias, por sus líneas entrecruzadas, parece posible que el futuro presidente de la República supere también este último riesgo y llegue al último viaje, como decía Antonio Machado en ese poema que a él le gusta citar, “ligero de equipaje, casi desnudo. Como los hijos de la mar”.

*Se tomó como referencia la compilación realizada por María Noel Domínguez, Mujica 2009, y el libro Mujica, de Miguel Ángel Campodónico.