El triunfo de Sebastián Piñera en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales chilenas fue el de una coalición contra otra, y puede dar ánimo, dentro de los partidos Nacional y Colorado, a quienes siguen concibiendo la política uruguaya como un largo duelo que enfrenta a esas fuerzas políticas con el Frente Amplio. Y en especial a los que postulan, hasta ahora sin éxito, la necesidad de que ambos lemas tradicionales se unan para tener más chance de alcanzar el gobierno nacional.

Esa propuesta de alianza tiene un antecedente más lejano pero uruguayo: la creación en 1971 del propio FA. La semejanza está en la idea de que sectores minoritarios forjen una herramienta para superar, juntos, a un adversario que los supera ampliamente por separado, y desde el punto de vista formal aquella experiencia muestra un camino viable.

Los partidos que decidieron participar juntos en las elecciones del 71 no dejaron de identificarse como tales ni renunciaron a su simbología o a sus formas tradicionales de organizarse y elegir autoridades propias (como lo hacen hasta hoy, por ejemplo, el Socialista, el Comunista o el Demócrata Cristiano); “simplemente” establecieron una nueva estructura de la que pasaron a formar parte, y la abrieron a la participación de quienes, sin identificarse con los fundadores, desearan sumarse a ellos. Un “antifrente” podría hacer lo mismo, siempre y cuando fueran las elecciones internas de ese conglomerado las que se realizaran cuatro meses antes de las nacionales -en el marco del artículo 77 de la Constitución, numeral 12- y cada uno de sus componentes organizara las suyas de modo independiente en otros momentos (como lo hacen los partidos del FA, y éste como tal para designar representantes de los comités de base en las coordinadoras y plenarios). Pero hay, por supuesto, muchas diferencias sustanciales.

La fundación del FA fue el corolario político de un proceso iniciado en el terreno de las organizaciones sociales, y muy especialmente dentro del movimiento sindical, como reacción contra el modo en que sucesivos gobiernos decidieron afrontar la crisis desde mediados del siglo XX. La percepción de que era imperioso revertir políticas adversas condujo a la unificación orgánica y a la búsqueda de alianzas con otros sectores perjudicados por las orientaciones gubernamentales. Tal dinámica se aceleró con la agudización de los conflictos sociales y la creciente represión estatal. Un marco muy distinto, por cierto, del de este Uruguay de comienzos del siglo XXI, que ha sorteado en forma notable circunstancias internacionales desfavorables, y en el cual, a diferencia de lo que ocurría hace 50 años, los damnificados gravemente por lo que hace el gobierno están muy lejos de ser mayoría y de ubicarse “en la parte de abajo” de la estructura social.

Por otra parte, y sin ánimo de agotar el recuento de diferencias, el Frente Amplio se perfiló como representante de sectores sociales y políticos históricamente excluidos del gobierno, y eso le dio un potencial de promesa incomparable con el que podría tener un “frente rosado”. Por lo antedicho, y salvo que el próximo gobierno pierda aceleradamente popularidad por factores externos o errores propios, quizá lo más conveniente para la oposición no sea un contexto polarizado como el que propició durante el gobierno de Vázquez, y que acentuaría con la formación de un “antifrente”, sino un clima de mayor distensión. En las actuales circunstancias, obligar a la ciudadanía a elegir entre el FA y todos los dirigentes colorados y blancos parece fatal para los segundos.