El caso es conocido. Dos ladrones irrumpen en un kiosco de Tres Cruces. Uno intenta someter al encargado y le “apoya algo” que parece metálico en la nuca. El comerciante, viéndose en peligro de muerte, logra agarrar un revólver calibre 38 de abajo del mostrador y le dispara dos veces. El otro saca algo que parece una pistola. El kiosquero vuelve a disparar. Ambos ladrones murieron. Lo que esgrimían no eran armas de verdad. Eso que brillaba como una pistola nueve milímetros era un encendedor de fantasía.

Con bastante lógica, el juez penal Daniel Tapié libró de toda responsabilidad al comerciante. Cualquier ciudadano que haya apreciado los detalles divulgados por los medios de comunicación podrá deducir que se trata de un caso cantado de legítima defensa. Que sea “pura” o “putativa”, como se la calificó en esta ocasión, es un detalle para juristas. La víctima del robo no disparó por sentir amenazada su propiedad, sino su vida. Si los ladrones hubieran esgrimido armas de verdad, el muerto podía haber sido el kiosquero.

Pero si él no hubiera dispuesto de una pistola (para la que no contaba con permiso de tenencia), los chorros de juguete tal vez seguirían vivos. ¿Por qué la consiguió? ¿Por qué la guardaba? ¿Por qué las tienen tantos uruguayos?

Diversos estudios oficiales, académicos y de la sociedad civil coinciden, con diferencias insignificantes, en que entre los tres y pico de millones de habitantes de este país descansan (o no) un millón de armas de fuego, de las cuales más de la mitad no están registradas ante las autoridades. El periodista Gastón Pérgola, de El País, informó el mes pasado que la importación de estas máquinas de matar para su venta legal a civiles más que se triplicó entre 2006 y 2009, año, este último, en que ingresaron más de 5.000. Mientras, los propietarios clandestinos eluden el curso de tiro y manipulación, el trámite del certificado de buena conducta y el examen psicofísico, entre otros requisitos para obtener el permiso de tenencia exigido aun antes de comprar una.

Las armas representan un peligro incluso cuando salen a relucir fuera de un contexto delictivo. Una liceal queda discapacitada por recibir un disparo en el aula, una mujer muere baleada por su propio esposo, que la confundió con un ladrón, niños entran a la escuela con revólveres. Los etcétera son interminables.

A pesar de los riesgos, cada vez más uruguayos se vuelven locos por las armas. Muchos las desean. Muchos concretan ese deseo. Vencen la resistencia que supone el riesgo de muerte que con la compra instalan en sus propias familias. Otra vez, ¿por qué?

Una razón posible es el miedo. La dimensión real de la criminalidad en Uruguay, más allá de certezas o sensaciones térmicas, llega al público amplificada por una lupa que exagera y distorsiona el fenómeno: los noticieros televisivos. La inseguridad ciudadana podrá ser mucha o poca, pero es, por cierto, bastante menor a lo que se presenta a través de esos medios, que al mismo tiempo la fomentan al identificar los blancos más vulnerables y canalizar el reality show por el cual se mide el prestigio dentro de las hampas. Y también les asignan naturaleza heroica a los ciudadanos que desenfundan para impedir un robo. Víctimas y victimarios terminan, por diversas vías, siendo modelos a emular.

Otra razón es el errático discurso de diversos líderes políticos, sobre todo del oficialismo. Las exhortaciones a la “mano dura”, la “tolerancia cero” y la imputabilidad penal de los menores de edad, habituales entre blancos y colorados, se han visto acompañadas desde el pasado período de gobierno por expresiones de dirigentes frenteamplistas de tolerancia y hasta de fomento de la tenencia, el porte y el uso de armas. Pocas veces se toman un tiempo para explicar las condiciones estrictas que exige la ley para su autorización.

“Siempre estuve armado. Algunas veces tiro al aire cuando siento ladrar mucho a los perros”, dijo en noviembre de 2008 el hoy presidente y entonces senador José Mujica. Ese mismo mes, el senador Eleuterio Fernández Huidobro recomendaba “a la gente que se compre armas de fuego y contrate a alguien que le enseñe a usarla, para evitar accidentes”. En aquel momento llamó la atención: por esos mismos días, la entonces ministra del Interior, Daisy Tourné, intentaba impulsar desde el gobierno una campaña de desarme civil a la que Fernández Huidobro consideró “un grueso error”. El legislador, incluso, llamó a “desobedecer a la querida compañera ministra”.

El gobierno actual se ha ubicado, por ahora, en una postura intermedia. Luego de la tragedia de Tres Cruces, el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, declaró: “Yo no me animo a recomendarle a la gente que se arme, ni que no lo haga. Es una cuestión de responsabilidad de cada uno”. A lo que tampoco se animó fue a recordarle a la población que un arma no es un electrodoméstico, que quien desee tener una debe reunir los requisitos exigidos, que las balas en poder de ciudadanos honestos son tan mortales como las de los rapiñeros.