Llegó al poder sin avisar, hace siete años. Se fue el miércoles del mismo modo. Llegó como presidente de Argentina, luego de haber pasado por la gobernación de Santa Cruz, su provincia natal, y apuntalado por Eduardo Duhalde, el caudillo que por entonces amalgamaba el peronismo no menemista. Se fue como integrante de lo que se dio en llamar “el matrimonio presidencial”, mientras su esposa conducía el gobierno del país y él ocupaba un escaño de diputado, la secretaría general de la Unasur y el liderazgo del Partido Justicialista. Murió Néstor Kirchner, aquél sobre quien tantos uruguayos han depositado tantos denuestos.

Murió el ex presidente argentino que hizo una “causa nacional” contra el complejo forestal-celulósico en Fray Bentos, sobre el río Uruguay. El líder del movimiento peronista, ese complejo mental-ideológico al que tantos uruguayos detestan porque, como ellos mismos admiten, son incapaces de comprenderlo. El que, junto con su esposa y sucesora, Cristina Fernández, se animó a ponerles el cascabel a los medios de comunicación para terror de tantos uruguayos que dicen defender la libertad de expresión al mismo tiempo que abominan de la programación argentina que repite con amarreta holgazanería la televisión uruguaya. El que se rebeló contra los estancieros. El que pagó, centavo sobre centavo, la deuda argentina con el FMI sin dejar de criticar al FMI.

En vida, Kirchner debió soportar desde esta orilla críticas de todo calibre y tenor. Cariñosas y medidas algunas. Puñaladas traperas otras. Ráfagas de ametralladora gatilladas por dedos crueles y ruines las más veces. Blogueros y comentaristas electrónicos anónimos, así como alguna firma reconocida de la prensa más tradicional, coincidieron en que Argentina se había vuelto más democrática en un abracadabra, cuando el muerto estaba aún caliente.

Lo decían del presidente que logró en agosto de 2003, tres meses después de su investidura, la anulación por la vía parlamentaria (sí, la anulación) de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que, a pesar de estar derogadas desde 1998, seguían bloqueando el juzgamiento de quienes violaron los derechos humanos durante la dictadura que aplastó a la sociedad argentina entre 1976 y 1983.

Lo decían del presidente que ubicó a jueces legalistas en una Corte Suprema de Justicia viciada de corrupción desde el menemismo, cuya nueva formación consagró la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad tres años después de declaradas nulas por el Congreso.

Lo decían del presidente que rubricó la subordinación de las otrora belicosas Fuerzas Armadas argentinas al poder civil con un lacónico “proceda”. Fue lo que le dijo el 24 de marzo de 2004, aniversario del golpe de Estado de 1976, al entonces comandante del Ejército, teniente general Roberto Bendini, para que retirara de un salón del Colegio Militar los retratos de los dictadores Jorge Rafael Videla y Roberto Bignone. “Nunca más tiene que volver a subvertirse el orden institucional. Que quede bien claro: no hay nada que habilite el terrorismo de Estado”, dijo en ese acto, frente a generales, cadetes y ministros.

Lo dicen del presidente que abrió los archivos secretos de la inteligencia estatal, en especial los de las Fuerzas Armadas, y los puso a disposición de la Justicia para procesar a represores ilegales que actuaron tanto en dictadura como en tiempos democráticos. Lo dicen del presidente que dispuso la conversión del local de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA) en un museo donde se honra a quienes sufrieron allí la tortura y el asesinato. Lo dicen del presidente que pidió perdón a las víctimas en nombre del Estado. Lo dicen del presidente que reglamentó la Ley de Defensa Nacional para adaptar las otrora oligárquicas Fuerzas Armadas argentinas al sistema democrático.

Al inaugurar su presidencia, Néstor Kirchner dijo: “Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias. Me sumé a la lucha política creyendo en valores y convicciones a los que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada. No creo en el axioma de que cuando se gobierna se cambia convicción por pragmatismo, en un ejercicio de hipocresía y cinismo. Soñé toda mi vida que nuestro país se podía cambiar para bien. Llegamos sin rencores pero con memoria. Memoria no sólo de los errores y horrores del otro, sino que también es memoria sobre nuestras propias equivocaciones”.

Es imposible trazar un balance exhaustivo de la trayectoria de Néstor Kirchner hoy, dos días después de su muerte. Pero algo puede decirse de sus acciones en materia de derechos humanos e institucionalidad democrática: cumplió con el compromiso asumido al recibir el bastón de mando. Desde esta orilla, sólo cabe agradecer ese ejemplo y esperar, con la garganta apretada, que alguien lo siga.