Varias organizaciones juveniles de partidos oficialistas franelearon con la idea durante al menos cuatro años. Sin embargo, el primer proyecto de ley que propone la despenalización del cultivo personal de cáñamo para fumar tiene el apellido Lacalle, anatema para la izquierda. Si bien la iniciativa del diputado Luis Lacalle Pou sustituye algunos prejuicios viejos por otros que no lo son tanto, tiene una virtud que minimiza todos sus posibles defectos: instauraría, de ser aprobada, un sistema normativo menos hipócrita que el actual. Algunas hipocresías quedarían en pie, pero principio quieren las cosas.
La ilegalidad que rodea a las sustancias psicoactivas incluidas en el index de la moralidad planetaria es el origen del desconocimiento que reina sobre todo lo relacionado con ellas. Ninguna encuesta al respecto puede dar resultados confiables y precisos. Las investigaciones científicas sobre sus efectos deben ser clandestinas o avaladas por las mismas autoridades que apoyan la criminalización. En distintas entrevistas, Lacalle Pou dejó en evidencia que cualquier intento de reforma legal será un ejercicio de ensayo y error. Él mismo aclaró que para elaborar su propuesta se apoyó en “vivencias personales”, en conversaciones “con mucha gente de muchos estratos sociales”, en datos “comprobados empíricamente”.
El proyecto de ley titulado “Combate al narcotráfico” parte de la constatación de una hipocresía normativa: el uso de drogas no es delito en Uruguay, pero para obtenerlas es preciso cometer uno (producirlas) o involucrarse con delincuentes (que las suministran). Por lo tanto, plantea una vía legal (el cultivo personal) para acceder a una droga (la marihuana). Si querés fumar, rescatate, botija.
El proyecto es mejor, mucho mejor que lo que hay. De todos modos, deja unas cuantas hipocresías en pie y crea algunas nuevas. Todas ellas responden, al igual que las que erradica, al enfoque que han aplicado los gobiernos, los parlamentos y las organizaciones internacionales. El enfoque que fundamenta la criminalización y que se considera único, indiscutible. Un enfoque sanitarista, moralista, disciplinante, homogeneizador, autoritario y represivo. Un enfoque que eleva la nocividad de las drogas ofrecidas y desalienta a los usuarios que desean abandonar o mitigar su hábito, e incluso acudir a la mutualista por un mal viaje.
Según este planteo, las drogas representan un problema moral y de salud. Lo resumió un correligionario y par de Lacalle Pou, el diputado y médico Javier García, cuando sostuvo el año pasado que el debate es entre “modelos de sociedad”. El modelo que sostiene la criminalización de la producción y la comercialización de estas sustancias fracasó. Tal vez si la cocaína y la morfina se siguieran vendiendo en las farmacias y la marihuana se ofreciera en la feria la situación ahora sería más leve, o tal vez más grave. No hay modo de saberlo. Lo que sí se puede afirmar en este siglo largo de prohibicionismo es que la clandestinidad resulta al cohete y que buena parte de los problemas que acarrean las drogas pueden atribuirse a esa misma clandestinidad.
La idea es que el porro es el mal menor frente a la pasta base. Pero quienes fuman bazuco buscan sensaciones distintas a la de quienes fuman faso. Este argumento a favor del cultivo personal es tan torcido como el de los que defienden la prohibición de la marihuana porque es la “puerta de entrada” a otras drogas. Tan torcido como la idea es que el fumeta es bueno y el vendedor de marihuana es malo. Si el cultivo, el procesamiento y el tráfico fueran legales, el que planta cáñamo, coca o adormidera sería un agricultor decente, el dueño del laboratorio que elabora cocaína, éxtasis o LSD sería un industrial decente y los dealers serían comerciantes decentes. No habría pasta base, porque toda la materia prima se convertiría en mercka. Las prohibiciones son lo que les pone la metralleta en las manos a los narcoempresarios. Las prohibiciones son lo que convierte en culpables del delito de suministro al fumeta que comparte su faso o al merckero que contacta al vendedor en representación de la barra que hizo la colecta. Las prohibiciones obligan al Estado a gastar millonadas que podrían destinarse al tratamiento de los consumidores de drogas que lo demanden. Las prohibiciones impiden la investigación científica sobre el uso terapéutico de las sustancias proscriptas.
Lo peor de todo es que las prohibiciones obstaculizan el derecho de todo individuo al placer y a la experimentación sin perjudicar a terceros. Consagran un montón de hipocresías en el sistema jurídico nacional. De todos modos, el proyecto de Lacalle Pou demolería, si resulta aprobado, un par de hipocresías. No es poco. Será un pequeño paso para las leyes sobre drogas, pero un salto gigantesco para los fumetas uruguayos.