El 2010 uruguayo se ha caracterizado por acontecimientos que dejaron mal parada la capacidad local de pronóstico, y concluye con dificultades para decidir en cuál faceta de la bola de espejos deberíamos mirarnos.

A comienzos de julio, por ejemplo, tuvimos el incendio de la cárcel de Rocha y el logro del cuarto puesto en Sudáfrica. Si caemos en la frecuente tentación retórica de designar el todo por alguna de sus partes, nos enfrentamos a un drástico dilema: ¿qué Uruguay es éste, un país de esfuerzos colectivos admirables por el resto del mundo o uno de sórdido abandono para los más débiles? Ninguna de las respuestas es correcta como diagnóstico general: los recursos retóricos son impactantes pero traicioneros.

Vivimos en un país donde los gobiernos frenteamplistas han acumulado una contundente labor de reconstrucción de los derechos sindicales, pero también en uno donde la ciudadanía, con mayoría de votantes del Frente Amplio, incuba claras tendencias de hostilidad hacia los sindicalistas, y en el cual muchas personas de prolongada filiación izquierdista se regocijan con los decretos sobre servicios esenciales y el despliegue de militares para recolectar residuos urbanos.

Un país donde los discursos sobre los “menores infractores” corren por vías paralelas que quizá lleguen a cruzarse en el infinito, pero que más acá se contradicen a distancia, sin ningún efecto provechoso visible. Un país que acepta como verdad evidente, contra todos los datos conocidos, que el consumo de pasta base es el principal motivo de la inseguridad ciudadana, pero cuya comunidad médica dedica esfuerzos muy insuficientes al estudio del consumo de esa droga y de otras muchísimo más empleadas por la población.

Aquello de tomar una parte del todo lleva a otros equívocos y otros dilemas. Hablamos de que Uruguay crece para referirnos a los datos sobre el incremento del Producto Interno Bruto, pese a que la producción no es la economía y ésta no es el país. Escuchamos otros discursos paralelos sobre crecimiento y distribución; no sabemos si hay que fijar la vista en la noche de los descuentos o en el empleo precario, en el endeudamiento o en la capacidad de sortear la crisis internacional, en el dinamismo de las exportaciones o en la persistente dependencia de los productos básicos; en la pujanza de la producción agropecuaria o en su costo social y ambiental. Nos preguntamos si al final de cuentas estamos bien o mal y si el equipo económico es el héroe o el villano de esta historia.

Muchos opinan que el común denominador de los problemas y de sus posibles soluciones está en el sistema de educación. Entre esos muchos está el presidente de la República, que termina el año con el reconocimiento de que en esa cuestión clave persiste “una deuda muy grande”. Lo realmente grave es que no se avizora nada parecido a un consenso (o por lo menos a un debate serio) sobre cuáles deberían ser los medios de pago.

Durante décadas ha sido un lugar común que en este país había exceso de diagnósticos y que faltaba capacidad de definir e implementar soluciones. Tal vez la situación actual sea aun más compleja, y en realidad tengamos un déficit en la capacidad de identificar colectivamente las prioridades. Mientras los partidos estén lejos de articular puntos de vista propios y sólidos en esta materia, y se conformen con fórmulas publicitarias más adecuadas a los 140 caracteres que admite Twitter que a las exigencias del pensamiento estratégico, el llamado a construir políticas de Estado no será más que otro eslógan.