El Frente Amplio discute una vez más si debe reformar su estructura, y en particular lo relacionado con el peso de los representantes “de las bases” en las decisiones. La cuestión remite, como siempre, a problemas centrales relacionados con la naturaleza del FA, con sus aspiraciones de unidad de acción y con su vocación declarada de promover la participación organizada y masiva en la política.

El FA es “coalición y movimiento”. No constituye sólo una alianza de sectores (que podrían coordinarse en un organismo común de conducción), sino que también acepta y procura la incorporación de personas no sectorizadas. Esas personas pueden afiliarse a cualquier comité de base del país y asumir allí, junto con las sectorizadas, actividades “hacia afuera” y también (aunque no siempre fue así) “hacia adentro”, mediante la participación en las decisiones orgánicas colectivas.

Este diseño institucional aún es estudiado con interés en numerosos países. La singularidad de la organización del FA ha sido un factor poderoso para viabilizar la convivencia de un amplio espectro de orientaciones y la continuidad de la experiencia, que sobrevivió a la dictadura y el 5 de febrero cumplirá 40 años. Sin embargo, desde hace décadas la realidad reitera algunos datos que no se ajustan del todo a lo previsto.

La grandísima mayoría de los frenteamplistas se definen solamente como tales, sin sectorizarse, y no participan en los comités de base. Por otra parte, la despoblada estructura “de base” está mucho más volcada “hacia adentro” que “hacia afuera”: es, sobre todo, un escenario en el que los grupos con mayor capacidad militante refuerzan su peso en los organismos de decisión. A su vez, gran parte de los sectores suelen enviar a esos organismos a dirigentes de tercer o cuarto nivel (una de las causas es la dedicación de la mayoría de los demás a responsabilidades de gobierno).

A estos fenómenos se agregaron, en los últimos tiempos, otros que complican la acción colectiva: en muchos de los sectores no está claro el liderazgo o se desarrollan pujas por él; el propio FA no tiene un líder indiscutido, y los acuerdos internos se han debilitado mucho en ausencia de un pensamiento teórico consistente y claro. Esto trae consigo carencias en la definición de estrategias, programas y políticas de organización. Si la definición de los objetivos es confusa y superficial, no hay modo de discutir bien cómo conviene avanzar hacia ellos.

Todos estos factores contribuyen a que en distintos ámbitos (orgánicos o no, “de base” o de conducción, sectoriales o colectivos, ejecutivos o legislativos, etcétera) haya subculturas frenteamplistas que se miran con recelo y a veces chocan con estruendo. En este marco, parece difícil que los problemas puedan resolverse, o incluso afrontarse de modo provechoso, si sólo se debate qué porcentaje de representantes “de las bases” deberían integrar los organismos de dirección. Eso, a esta altura, es lo de menos.