Cuando se produjo el primer traspaso de la presidencia de la República entre frenteamplistas, el 1º de marzo de este año, nadie sabía en qué medida iba a modificarse el contenido de las políticas gubernamentales desarrolladas durante el mandato de Tabaré Vázquez, pero todos pensábamos que habría cambios importantes en la manera de gobernar. La primera incógnita, en buena medida, permanece, porque José Mujica ha tardado más de lo previsto en darle respuestas, y aunque en varias áreas relevantes se produjeron virajes significativos, en otras los rumbos presidenciales son a menudo inescrutables (ver notas en estas páginas). Pero el cambio de estilo es evidente, y en esta materia todos los pronósticos se quedaron cortos.

La forma en que se comporta Mujica no sólo marca diferencias profundas con su antecesor, sino también con todos los presidentes desde la recuperación de la democracia, y con los anteriores que la mayoría de la población uruguaya tiene edad para recordar.

No es apenas la obvia cuestión del lenguaje “informal”, para nada menor, porque determina mucho la recepción de los mensajes, o el mantenimiento de la audición radial en una emisora privada, como espacio de comunicación directa con el público al margen de la Secretaría de Comunicación Institucional de la Presidencia y de cualquier otra estructura oficial.

Mujica no sólo se expresa en múltiples formas alternativas a las esperadas de un presidente, sino que además transmite una multiplicidad de mensajes no siempre consistentes entre sí, cargados de connotaciones también múltiples, simultáneas y eventualmente contradictorias.

Tal acumulación de significados excede bastante lo que suele llamarse “la construcción de un personaje”, porque en este caso la persona se ha convertido inevitablemente en un personaje complejo, cargado de arquetipos (el guerrillero, el rehén, el parlamentario distinto, el que abraza culebras, el deslenguado, el “viejo sabio” y un largo etcétera), y trabaja con ese material incorporándole otras facetas (algunas de ellas nuevas, como la exhibida en la reunión del Conrad con empresarios a comienzos de este año, y otras muy antiguas, como la vinculada con los orígenes de su trayectoria política, dentro del Partido Nacional), para jugar varios partidos a la vez.

El resultado, polimorfo y polivalente, es a menudo difícil de comprender para el ciudadano promedio, en caso de que tal ser exista, y también para el frenteamplista promedio, otro espécimen difícil de definir en estos tiempos (en todo caso, si la relación de Vázquez con el FA ha delatado con frecuencia que el ex presidente llegó después, Mujica tiene a la vez esa característica y la de quien viene de antes).

La figura presidencial tiene, por lo tanto, mucho de indeterminada, pero esto no funciona como una debilidad sino como una fortaleza, ya que no se debe a carencias sino a sobreabundancia, y abre un abanico de oportunidades para la política, aunque cause más de un dolor de cabeza entre los políticos y los politólogos.

Durante los cinco años de Vázquez no hubo espacio para varios de los problemas que se produjeron en los primeros nueve meses del mandato de su sucesor; todo estaba mucho mejor atado. Sin embargo, aquella situación tenía también sus desventajas: es cierto que el primer gobierno frenteamplista en la historia del país estaba obligado a ser muy estable y previsible, pero eso hizo que por largos trechos fuera como el tránsito sobre un puente en el que no era posible detenerse, acelerar ni cambiar el rumbo hacia la única salida posible. Ahora estamos, por momentos, en campo abierto, y eso tiene riesgos pero también su encanto.

En las nuevas condiciones de apertura que ha establecido, el presidente se acoge a las generales de la ley y mantiene la costumbre de discurrir en voz alta. En esta materia, después del gobierno de Jorge Batlle, los uruguayos hemos tenido la ocasión de valorar la distinción entre ideas y ocurrencias, y la distancia entre decir lo que se piensa y soltar lo que a uno le viene a la cabeza. Una distancia que se mide, justamente, en términos de pensamiento, de reflexiones y decisiones de comunicar previas al decir.

Aun así, nunca faltan intérpretes, hermeneutas y augures, oficiantes de la lectura profunda cuando un gobernante comunica ideas que parecen extravagantes, impracticables o simplemente burdas. En esos casos, los traductores de la corte señalan, presurosos, que el mandatario no quiso decir lo que todos oyeron, sino que es un ajedrecista avezado y prevé varios movimientos de piezas, que tira verde para recoger maduro, que lanza globos-sonda y driblea con amagues. Estas tradiciones cortesanas no son culpa de Mujica, pero deberíamos precavernos contra la presunción de que siempre hay un plan estratégico en el trasfondo de sus dichos. A veces basta con ganar fama de astuto para que todo lo que uno hace sea tomado por astucia. O fama de filósofo para que la más llana de las expresiones sea considerada una sutil metáfora, como sucedía con Chance, el protagonista de la novela Desde el jardín.