“Constituye un grave riesgo para la real vigencia de los derechos humanos en el futuro mantener a la sociedad uruguaya en la ignorancia respecto de la verdad de las denuncias referidas y dejar impunes los hechos que constituyen ilícitos penales. Se considera necesario que todos los órganos del Estado, según sus competencias respectivas, procuren el esclarecimiento de los hechos referidos. Sin perjuicio de las atribuciones del Poder Ejecutivo para esclarecer los hechos ocurridos en el ámbito de su competencia, será necesario dotar al Poder Judicial de los instrumentos jurídicos y reales que permitan el efectivo cumplimiento de la investigación”.
Este párrafo suena radicalísimo por estos días. Parece escrito por resentidos con ojos en la nuca y sed de venganza. Error: todos los partidos políticos y numerosas organizaciones sociales, empresariales y académicas acordaron este texto en febrero de 1985, cuando finalizaba la dictadura, en el peculiar ámbito denominado Concertación Nacional.
Seis meses después, el entonces presidente Julio Sanguinetti rompía la promesa al enviar al Parlamento un proyecto de ley de urgencia para amnistiar a los criminales del régimen. Bastarían dos años para que la mayoría de los legisladores de los partidos Colorado y Nacional hicieran lo mismo y consagraran la impunidad. Un cuarto de siglo más tarde cuesta recordar que la fuerza política que gobierna, el Frente Amplio, también asumió el compromiso. De todos los partidos fue el que más se esforzó por cumplirlo, pero hasta ahora siempre ha aparecido un dique cuando estaba a punto de llegar a la orilla.
Antes de la aprobación de la Ley de Caducidad hubo varios intentos legislativos para facilitar el procesamiento de las violaciones de los derechos humanos en la dictadura. Juristas de los cuatro partidos representados en el Parlamento consideraron la posibilidad de restringir la acción judicial a los delitos más “graves” y a los oficiales con más responsabilidad en la cadena de mando. Un proyecto del Partido Nacional la habría limitado a las denuncias por homicidio, lesiones gravísimas, violación y desaparición presentadas antes de setiembre de 1986. La lista de acusados se hubiera reducido de casi 200 a unos 40, pues habrían quedado impunes los torturadores que no hubieran causado a su víctima la muerte ni enfermedades incurables, “la pérdida de un sentido”, mutilaciones, “una grave y permanente dificultad de la palabra”, “una deformación permanente en el rostro” o un aborto.
La tortura fue la primera carta que se descartó en las negociaciones para una ley que le hiciera más fácil al Estado cumplir con su obligación de impartir justicia, aunque fuera incompleta. Al final ganó la impunidad absoluta. Desde entonces, permaneció la suposición de que, aun si la Ley de Caducidad quedara sin efecto, convenía resignar las denuncias por tortura para aceitar otras por delitos más “graves”. Hasta que 12 ex presos políticos presentaron una esta semana por lo que padecieron en la base aérea de Boiso Lanza. Lo bien que hicieron. No sólo porque se trata del crimen cometido con más frecuencia en el marco de la dictadura, sino porque fue uno de los pilares que la sostenían.
Buena parte de las desapariciones y asesinatos por los que se encarceló a un puñado de represores son consecuencia de la tortura. En algunos casos porque las víctimas no la resistieron; en otros, porque pretendían “quemar el expediente”: eliminaban al torturado para minimizar la posibilidad de ser juzgados.
¿Por qué torturaban los milicos? Casi todas las explicaciones inscriben esa práctica en la lógica de una “guerra” que no existía. El primero que admitió haberlo ordenado, el hoy fallecido general y ex ministro Hugo Medina, le dijo a Búsqueda en 1991 que procuraban “conseguir información rápido, porque eso era vital” para “salvar la vida de un camarada o de un grupo de camaradas”. Fue “una práctica habitual para obtener información”, escribió en 1996 el hoy prófugo capitán de navío Jorge Tróccoli en su libro La ira del Leviatán.
Minga. No fue por eso. O capaz que sí, pero era la menos importante de las razones. Además de las posibilidades de que los motivara una pulsión a la crueldad, apuntaban a un objetivo fuera de la celda: sembrar el terror en la sociedad para desalentar la disidencia y reafirmar su autoridad ilegítima. También lo hacían para sembrar la desconfianza dentro de las organizaciones a las que combatían, fueran o no armadas. Hasta hoy se celebran homenajes a los que “aguantaron” y rige cierto desprecio contra los que “se quebraron” (o “se vendieron”, incluso). Y torturaban para saber “dónde está la guita” y “dónde están los lingotes”. Hubo método, hubo sistema, hubo crueldad, hubo perversión. Todas las víctimas merecen una reivindicación en la Justicia, y también una sociedad que se siente culpable por hacer molde, paralizada por miedo a un dolor que quería mantener ajeno aunque no lo fuera.