Con independencia del veto presidencial a una parte de la Ley de Defensa y su levantamiento ayer por la Asamblea General (ver nota en la edición de papel), esa norma es a la vez el fin de un proceso y un punto de partida.

Lo que termina es una larguísima transición. En un período iniciado bastante antes del golpe de Estado, la lucha de corrientes internas en las Fuerzas Armadas uruguayas, con importantes influencias extranjeras, tuvo como desenlace la adopción de una orientación doctrinaria que ubicaba a nuestros militares como participantes en la llamada “guerra fría”, contra la “amenaza del comunismo internacional”. La participación como peones en ese juego internacional de ajedrez condujo, en el marco de la “Doctrina de la Seguridad Nacional” y con condimentos tomados del novelista francés Jean Pierre Lucien Osty (más conocido por su seudónimo “Jean Lartéguy”), a barbaridades que todos conocemos y a unas cuantas más aún no develadas, dentro de fronteras y también fuera de ellas, en cooperación con militares de otros países que también se habían enrolado en la presunta cruzada.

Pero más allá del contenido abominable de esa doctrina y de su versión criolla, persiste el problema de las “hipótesis de conflicto” que orientan el accionar de nuestros uniformados. Hipótesis cuya función es definir cuáles podrían ser las tareas de esos funcionarios públicos a los que entrenamos para la guerra, y por lo tanto para qué eventualidades deben estar preparados, tanto desde el punto de vista técnico como en lo que se refiere a su visión del mundo y de la sociedad en la que están (no muy) insertos.

Esto implica algo así como plantearse “ya que tenemos armas, ¿contra quiénes podríamos tener que usarlas?” y descarta la posibilidad de preguntar, antes, si Uruguay debe tener Fuerzas Armadas, cosa que algún día debería discutirse. Pero mientras las interrogantes estén más acá, en el terreno de la definición de enemigos reales o posibles, de los bienes que deben custodiarse, del papel que corresponde a las fuerzas especializadas y al resto de la sociedad en un conflicto que involucre al país, o de la conveniencia de establecer alianzas regionales, es clarísimo que dejar las respuestas a cargo exclusivo de los propios militares no constituye la opción más sensata ni la más democrática.

Luego de un proceso de elaboración desarrollado durante el gobierno que termina, con participación de militares y civiles, lo que comienza con la Ley de Defensa es el funcionamiento de nuevos organismos que buscarán esas respuestas y que, por primera vez en muchos años, lo harán a la vista de la sociedad implicada por sus decisiones, con la posibilidad de que ésta las discuta. No es poca cosa.