Pasaron 25 años desde el fin de la dictadura cívico-militar y lo jurídico sigue mezclado con lo político, en una indigesta sopa, cuando se trata de afrontar los crímenes cometidos por ese régimen. Los partidarios de imponer y de mantener la impunidad han usado un sinfín de excusas disfrazadas de argumento. Las confusiones nacen de la peculiar fórmula con que el Poder Ejecutivo, la mayoría parlamentaria y una mayoría circunstancial de la ciudadanía pretendieron saldar el asunto (o barrerlo debajo de la alfombra) en la presidencia de Julio María Sanguinetti.

Ocho días después de iniciado aquel gobierno, el Parlamento amnistió a numerosos presos de conciencia, militantes sociales y de partidos políticos legítimos, pero no a guerrilleros condenados por delitos graves en tribunales militares, a quienes se les conmutaron sus penas a la tercera parte debido a las condiciones inhumanas de reclusión que sufrieron. Equiparar a estos combatientes irregulares, que pagaron demasiado por sus faltas, con militares, policías y civiles autores o cómplices de tortura, desaparición y asesinato amparados por un Estado terrorista sin ser siquiera procesados constituye una mentira que, a fuerza de repetición, se consolidó como verdad en ciertos sectores de la sociedad.

La visibilidad lograda luego por los tupamaros y la enorme producción literaria sobre su gesta armada dejaron fuera de foco a la gran mayoría de las víctimas de la represión, que militaban en movimientos desarmados legales, o proscriptos pero legítimos.

La derrota del voto verde en 1989 golpeó feo a quienes querían justicia. Su reclamo quedó al margen de la agenda pública. Nada podía hacerse, o eso parecía. Asociaciones de víctimas de la dictadura y de sus familiares, el PIT-CNT, la FEUU y otras organizaciones sociales y un puñado de periodistas, jueces y fiscales mantuvieron encendidas las velas. Pocos partidos políticos los acompañaban. Su eco fue mínimo hasta la primera Marcha del Silencio, el 20 de mayo de 1996.

El Congreso del Frente Amplio en 2003 se negó a incluir en su programa la anulación de la Ley de Caducidad, con el argumento (o excusa) de que eso pondría en peligro las posibilidades electorales de la coalición. El único camino hacia un poco de verdad y justicia sólo podría ser abierto por un Poder Ejecutivo decente, que estableciera excepciones a la ley para habilitar la acción judicial. Hubo que esperar al gobierno de Tabaré Vázquez: en ese período se hallaron los cuerpos de dos desaparecidos, se procesó y se condenó a responsables operativos y políticos de algunos crímenes, y los tres poderes del Estado declararon inconstitucional la impunidad en un caso. Mientras, se consolidaba un movimiento según el cual la Ley 15.848 era nula y así debía ser declarada.

Esa iniciativa naufragó en el Parlamento. Surgieron en todos los partidos allí representados dos argumentos (o excusas) en los que la política volvió a enturbiar al derecho: que la ratificación en las urnas de la impunidad el 16 de abril de 1989 reafirma una norma de carácter superior y que la anulación es una figura inexistente en el orden jurídico nacional. Tal vez el origen del primero de esos equívocos sea que el plebiscito constitucional es el único mecanismo con que la ciudadanía cuenta para promover normas sin intervención parlamentaria. Al segundo lo rebatió el propio Poder Legislativo, al declarar en marzo de 1985 la “nulidad absoluta” de leyes aprobadas por la dictadura, y al negar en 2000 “toda validez jurídica” a una ley de defensa al consumidor, la cual debía “reputarse inexistente”, según suele recordar el abogado Óscar López Goldaracena sin que nadie lo refute.

Al fracasar los intentos por la anulación de la ley en el Parlamento, se formó una corriente de opinión que recurrió a la recolección de firmas rumbo a una reforma constitucional que la consagrara en las urnas. Poco a poco fueron cayendo las resistencias a esta campaña dentro del oficialismo: el hoy ex presidente Vázquez y su sucesor, José Mujica, terminaron apoyándola, bastante tarde, como muchos dirigentes reticentes. Pero escasearon en la campaña electoral del Frente Amplio los llamados a votar rosado. Faltaron 60.810 voluntades para consagrar la nulidad, menos de tres por ciento de las que participaron en las elecciones de octubre.

Hasta acá los ojos en la nuca. ¿Cuáles son las perspectivas? El nuevo programa de gobierno del Frente es explícito: en su página 130 defiende “la anulación de la ley de caducidad”. Pero también ambiguo: ocho páginas después propone que eso se haga “convocando a la sociedad uruguaya”.

Luego del pronunciamiento de octubre, esta cláusula encierra elementos como para que los reticentes, del oficialismo y también de la oposición, encuentren argumentos para disfrazar las excusas que impidan enterrar sin honor los párrafos más indignos del derecho uruguayo. Esta vez podrían ahorrarse el trabajo.