Un día sí y otro también, cronistas televisivos entrevistan a aterrados comerciantes que han sufrido el enésimo robo. A veces, las cámaras de seguridad captan copamientos u operaciones relámpago a mano armada. A veces, el móvil de prensa espera en la puerta. Las víctimas comienzan narrando sus desventuras y con frecuencia terminan gritando. Algunos hasta lloran. Imploran por la intervención de las autoridades. Más policías en la calle y en la puerta de sus negocios, razzias, castigos más duros, imputabilidad para los menores de edad, pena de muerte. O se comprometen a ejercer la injusticia por mano propia. O la promueven.

Los periodistas que realizan estas coberturas, los gerentes de noticias que las diseñan y los dueños de los medios de comunicación que las avalan parecen ignorar sus consecuencias. Además de informar al público, imparten cursos a distancia para quienes aspiran a delinquir o a especializarse en esa actividad. El rostro debe ocultarse así, a las víctimas se las amenaza asá, lo máximo que se puede permanecer en un local son tantos segundos. Camarógrafos y cronistas suelen, incluso, identificar a funcionarios policiales encargados de las investigaciones, a testigos y a las presas más vulnerables y redituables: esa pollería asaltada por vigésima vez, ese barrio poco vigilado, aquel kiosco donde un revólver espera a sus nuevos dueños. Y colaboran con la carrera de los honores en el mundo criminal, en que la pantalla da prestigio, como en cualquier ámbito. De ese modo, los canales terminan siendo cómplices del mismo horror por el que exhiben indignación frente al teleprompter, al amparo de una peculiar visión de la libertad de prensa.

El empresario Ignacio Rospide, secuestrado y liberado la semana pasada, tuvo suerte. Sus familiares informaron sobre el pedido de rescate a la Policía y los secuestradores se enteraron de eso por la tele. Si los captores hubieran tenido la sangre un par de grados más fría, Rospide no habría contado el cuento.

El ministro del Interior, Eduardo Bonomi, no se quedó pasivo ante la interferencia de esos medios con la investigación. Los criticó en público por poner en peligro la vida del secuestrado e invitó a sus responsables a una instancia de reflexión colectiva al respecto. Los asistentes coincidieron en que la reunión del lunes fue positiva. Bonomi pareció seguir una de las prácticas más exitosas del MPP, su grupo político, estrenada en el período pasado con el “asado del Pepe”. Cuando logró que frigoríficos y carniceros rebajaran el precio de algunos cortes de carne, el entonces ministro de Ganadería y actual presidente, José Mujica, demostró, al contrario de lo que predicaban los gobiernos anteriores, que desde el Estado es posible influir sobre el sector privado sin echar mano a amenazas, regulaciones, proyectos de ley o impuestos: mediante la pura presión política.

Pero al Ministerio del Interior le quedan deberes atrasados que cumplir, igual que a los medios. La información que divulga la crónica roja irresponsable sale de algún lado. En primer lugar, de oficinas judiciales y policiales. Es preciso investigar con dedicación las filtraciones e imponer las sanciones que correspondan. En segundo lugar, del éter. Cualquiera que tenga un aparato no muy complejo puede escuchar gran parte de los mensajes internos de la frecuencia radiofónica policial. Periodista, chorro, cualquiera. Ninguna norma les impide recibirlos. Las únicas redes de comunicación sometidas a un proceso de “encriptación” que las vuelven inaccesibles pertenecen a las direcciones de Información e Inteligencia y de Represión del Tráfico Ilícito de Drogas. Sucesivos gobiernos, incluido el actual, han considerado que encriptar todo el sistema sería demasiado caro, según conocedores.

Muchos periodistas viven conectados a equipos sintonizados en la frecuencia de la Policía. Es un secreto a voces desde hace muchísimos años. Estos cronistas ni siquiera necesitan informantes que les avisen sobre los operativos. Se enteran al mismo tiempo que los agentes reciben la orden. Por eso es común que el móvil televisivo llegue al terreno antes que el policial. El primer dato sobre el secuestro de Rospide tal vez llegó a los medios por esa vía.

El Ministerio del Interior está dedicado desde el período pasado a una fuerte y costosa renovación tecnológica, algo demorada aunque encaminada. Encriptar las comunicaciones policiales supone un paso lógico en esa renovación, por caro que sea. Si los responsables de los medios fueron sinceros al expresar sus coincidencias con Bonomi, podrían dar otro paso lógico: exigirles a sus reporteros que vuelvan al periodismo básico, el de llamadas telefónicas, suelas gastadas y horas al volante. El que se ejerce sin trampas y con buena leche.