A todo martes 13 le sigue un miércoles 14. Y si cae en abril, como sucede una vez cada siete años, más o menos, puede resultar un 14 de miércoles. Pasó esta semana.

El martes 13, el presidente José Mujica evaluó a través de la radio M24 que “la verdadera garantía” para la democracia “es que sus cuerpos armados” la “cuiden y respeten” en “grandes momentos de tensión”. El 14 de miércoles, al homenajear a “los caídos en defensa de las instituciones”, el general retirado y dirigente colorado Raúl Mermot, ex comandante del Ejército, consideró que algo así hicieron las Fuerzas Conjuntas el 27 de junio de 1973, “para evitar que la insurgencia” formada por “iluminados adoctrinados en el exterior” (entre ellos el actual jefe de Estado y gobierno) lograra “su objetivo de alcanzar el poder por las armas”.

El martes 13, Mujica sentenció que Uruguay vive hoy “con tranquilidad, en paz”. El 14 de miércoles, el general del Ejército (retirado) Mario Fernández, presidente del Centro Militar, opinó que este país sigue “inmerso en la lógica” de la “guerra revolucionaria” mediante “artilugios” de la “psicopolítica marxista”. La “sedición” fue derrotada pero nunca firmó ninguna “capitulación”, “armisticio”, “pacto” ni “acuerdo de paz”, explicó. “El enfrentamiento continúa”, coincidió Mermot en declaraciones a la prensa.

El martes 13, Mujica negó “que los responsables de los golpes de Estado sean los cuerpos armados”, pues “en el fondo hay otros factores que juegan”. El 14 de miércoles, Mermot sumó a esos “responsables” a ciudadanos que hoy “increíblemente se encuentran” en “cargos de gobierno” y están “destilando por todos sus poros odio y venganza”.

El martes 13, representantes de los grandes partidos opositores, el Nacional y el Colorado, criticaron a la mayoría del oficialista Frente Amplio por rechazar la clemencia para los violadores de los derechos humanos ofrecida por Mujica. El 14 de miércoles, el secretario de la Presidencia de la República, Alberto Breccia, declaró a El Espectador que su jefe “gana” a pesar de recular presionado por sus aliados, porque “ha instalado en la sociedad” su “política del abrazo”, caracterizada como “de diálogo profundo, sincero y abierto con todos los sectores”.

Ese mismo día de miércoles, en medio de una andanada de insultos contra su comandante supremo y el gobierno civil, el general Fernández manifestó la disposición de los militares golpistas al “abrazo”. “Nada menos que un ex jefe guerrillero que abandonó la lucha armada es ahora el presidente […] y en sus manos está recomponer la ‘unidad nacional’ seriamente deteriorada”, dijo. El general Mermot también se acercó a Mujica: “Compartimos. Lo que él dice nos conforma en alguna medida. Está ofreciendo una apertura que antes no la había hecho. Hoy es el presidente, tiene las potestades, las facultades y la responsabilidad de hacerlo”.

Hay, sin embargo, un precio para un eventual apoyo, acotó: “Se le debe poner fin al hostigamiento y las provocaciones a las Fuerzas Armadas”. No es ésta la primera vez que ex guerrilleros tupamaros muestran su pulsión abrazadora. En 1985, la primera convención del Movimiento de Liberación Nacional tras la dictadura formuló la “política del gran abrazo”, por la cual se acallaron diversos conflictos estratégicos e ideológicos internos. Poco antes del triunfo frenteamplista de 2004, Mujica explicó que “a veces es necesario abrazar alguna culebra y tragar algún sapo” en pos del éxito electoral. Breccia, también procedente de la matriz tupamara, fue esta semana el encargado de elevar el concepto al nivel de política presidencial.

Tiene razón Mujica: a las Fuerzas Armadas no les corresponde la única responsabilidad por la ruptura institucional de 1973. También les cabe este sucio traje a dirigentes políticos, empresarios, gobernantes extranjeros y numerosos ciudadanos de a pie que la aplaudieron o incitaron. Los tupamaros les dieron excusas, bastante malas, como enseña la historia reciente.

Mucho se habla de la “grandeza” del presidente por su compasión frente a los militares que lo tuvieron cautivo durante 14 años en condiciones espantosas. Esta valoración se alimenta de una peculiar lectura de los acontecimientos que pinta a los guerrilleros como víctimas casi exclusivas de una dictadura cívico-militar instaurada no tanto para desempatar un juego ideológico o geopolítico, sino para afianzar y maximizar las ventajas económicas de una minoría privilegiada.

Con esos objetivos, el régimen encarceló, secuestró, torturó y asesinó a no pocos guerrilleros armados y a decenas de miles de activistas pacíficos. Y reprimió con dureza a tres millones de uruguayos. Pero cualquier martes 13 y cualquier 14 de miércoles les sirven a cierto par de belicosos demonios para abrazarse y simplificar el conflicto.