Cierta pereza de la ciudadanía parece explicar buena parte de los defectos del sistema político uruguayo. O al menos eso han sugerido por estos días encumbrados dirigentes partidarios: a “la gente” no le gusta votar, según ellos. “La gente siente que no puede haber cuatro actos eleccionarios en ocho meses. Comprendo el hastío y el cansancio que la gente tiene”, dijo el ex presidente Tabaré Vázquez. “A uno le daba hasta vergüenza ir a un acto, porque la gente ya no quería más nada”, dijo la primera senadora oficialista, Lucía Topolansky. “Creo que la gente no aguanta estar votando tanto tiempo, con el país parado”, dijo el líder del Partido Colorado, Pedro Bordaberry. “No hay motivación en la gente. Cuesta convocarla a un acto político. Hay un hartazgo en la gente”, dijo el senador blanco Jorge Larrañaga.

Estos ensayos de análisis dejan de lado algunas características de la campaña electoral que acaba de concluir: contiendas internas encarnizadas, escaso énfasis en los programas, exceso de debates superfluos, invocación a fantasmas como la inseguridad pública y la violencia política armada, desinformación y engaño. Hasta los candidatos presidenciales se prestaron al juego.

Sin embargo, las cúpulas partidarias excluyen sus propios vicios de las causas del “hastío”, el “cansancio”, el “hartazgo” y la “desmotivación”. El problema, dicen, surgió con la reforma constitucional de 1996, que fija demasiadas elecciones, entre tres y cuatro en un solo año. No es que ellos jueguen mal, sino que la cancha está asquerosa.

Hay otras interpretaciones probables, y tan válidas como ésa, para fenómenos como la falta de entusiasmo de la ciudadanía ante la actividad política, la inusual proporción de votos en blanco en los comicios departamentales del domingo y el magro apoyo brindado a los candidatos a alcalde. Por ejemplo, la posibilidad de que la apatía de la gente no responda a fallas en las formas (el sistema electoral) sino, más bien, en los contenidos (el desempeño, los discursos, el carácter y las propuestas de partidos y postulantes).

Los políticos profesionales uruguayos ya descartaron esa hipótesis. Tomarla en cuenta los obligaría a escarbar en las carencias propias en lugar de buscarlas afuera. Los obligaría a “hacer la autocrítica”, tarea que sus líderes, en especial los frenteamplistas, se comprometieron esta semana a afrontar con urgencia, si bien hasta el momento han ubicado las deficiencias fuera de sus áreas de competencia. La pantalla titila “error de sistema”, pero ¿quién pulsó las teclas? ¿Nadie? ¿Acaso los que en realidad están exhaustos son los dirigentes y no la gente?

Así, la autocrítica se da vuelta como una media para convertirse en una suerte de autobombo. La formidable gestión del Frente Amplio en la Intendencia de Montevideo quedó opacada por la huelga de ADEOM. El apresuramiento en convocar los comicios municipales conspiró contra el enorme esfuerzo de los militantes para que la ciudadanía conociera a los aspirantes a alcalde y sus propuestas. El partido es fantástico pero sus mecanismos de toma de decisiones y designación de candidatos son un desastre. De nada sirve que los dirigentes encuentren las mejores soluciones y sean fieles intérpretes de las inquietudes de la gente si la gente se cansa de tanto votar. Etcétera.

En un inusitado consenso, los partidos aprovecharon la bolada para llamar a una profunda revisión del sistema electoral. Separar más en el tiempo los comicios departamentales de los nacionales, habilitar el voto cruzado para los dos ámbitos en una sola elección, imponer la candidatura única a cada intendencia por lema y eliminar (o atemperar) el balotaje son algunas de las iniciativas, que requerirían una reforma constitucional. Vaya paradoja: ninguno de los líderes tan preocupados por la supuesta fatiga electoral de la gente ha puesto en tela de juicio la obligatoriedad del sufragio.

Aunque los motivos que desencadenan la discusión son bastante vidriosos, viene bien considerar mecanismos que mejoren la calidad de la democracia y permitan a los ciudadanos pronunciarse con mayor libertad. Siempre que eso no sirva para acallar el debate fundamental que los dirigentes políticos vienen esquivando: las razones de su divorcio con la gente, a la que tanto invocan. De lo contrario, equivaldría a pintar una y otra vez la cáscara de una naranja que sigue pudriéndose por dentro.