El viernes ya se habían retirado del Museo de la Memoria casi todas las pancartas con los nombres y las fotos de los detenidos desaparecidos. A las 18.30 estaban todas colocadas sobre el Memorial de los Desaparecidos en América Latina, en Rivera y Jackson, a la espera de cada familiar que las llevaría en alto y en silencio. Algunos centros universitarios, como la Licenciatura en Comunicación y la Facultad de Psicología, suspendieron formalmente las actividades curriculares. En otras, como en Ciencias Sociales, ocurrió de hecho: alumnos y profesores no entraron a clase.

Arrancó puntualmente a las 19.00. Silenciosa. Tanto que para intercambiar palabras con el otro sólo cabía susurrar o pedir permiso bajito. Los jóvenes que conformaban dos cadenas a los lados de la marcha eran los que mandaban callar si alguien levantaba la voz. Aturdía el sonido de los comercios cerrando y de los inspectores pitando para ordenar el tránsito.

Había expectativa. Prometía ser multitudinaria. Y lo fue. Cuadras y cuadras de personas caminando en silencio, para no callar. Pero, sobre todo, fue diferente. Las personas así lo sintieron. Fue la primera Marcha del Silencio después del fracaso del plebiscito por la nulidad de la Ley de Caducidad. Y la primera después de que el presidente José Mujica (que acompañó la caminata durante dos cuadras) hablara de reconciliación. De unidad nacional. De convivencia. Pero sin consultar a las víctimas, se quejaban.

Decían que la multitud era una señal de que no se perdió la batalla. De que todavía se puede anular. Decían que la multitud es la reafirmación de que no hay derrota y una señal de que hay que seguir luchando contra la impunidad. Decían que esa multitud era dolor y que las respuestas para ese sentimiento habrá que construirlas entre todos. Y decían que todavía quedan marchas. Hasta que haya verdad. Hasta haya justicia. Algo que quizás muchísimas personas que ayer marchaban no lleguen a ver. Por el tiempo, por los años de lucha.

Como esas madres, como esas abuelas. Como Luisa Cuesta, que ayer de mañana desafiaba por radio a quienes le advertían que a sus casi 90 años no llegaría hasta el final de la marcha. Y llegó, nomás, acompañada de Milka González y Rosita Fuentes.

Y todavía quedaban dos grullas fabricadas de papeletas del Sí rosado. De aquellas mil que el pasado 10 de diciembre, en el Día Internacional de los Derechos Humanos, un grupo de jóvenes que no se identificó con ninguna organización social convocó a construir por la memoria, emulando la leyenda japonesa que promete a cualquiera que logre hacerlas que se le cumplirá un deseo. Ayer eran sólo dos, pero gigantes: verdad y justicia. 19.45. El silencio marcha por 18 de Julio. Desde Plaza Libertad empieza a verse una multitud. La ciudad va perdiendo su ritmo de jueves y los que esperan lo hacen en su mayoría callados. Unos solos, otros en grupos. Un español se acerca y pregunta de qué va esto, por qué atrocidad se está reclamando. Se le explica y queda pensando. “Entonces acá se puede”, concluye, y habla del juez Baltasar Garzón y de cómo lo suspendieron por querer investigar al franquismo y sus víctimas. Se le dice que lo que se puede es reclamar, pero que eso no asegura resultados.

Los árboles de la plaza abrazan nombres que dicen presente. Faltan cinco minutos para las 20.00. Ahora desde un altoparlante también se empieza a nombrarlos y ellos desde su silencio acompañan. Los que están sentados se paran y forman una u, ubicados sobre los cordones de la avenida y de espaldas al monumento. Ya los miles están a la vista, sus rostros se distinguen, al igual que los de aquellos que los portan. El altoparlante sigue expresando memoria y ahora todos pronuncian presente.

Aplausos al terminar. Jóvenes y no tanto reparten hojas con caras pero sin nombres. Todos somos ellos. Están firmados por Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos.

Reclaman “que el Parlamento anule”. Recuerdan que “no hubo guerra ni dos demonios”. Y que “no hay democracia sin verdad y justicia”.