Desde varios partidos se afirma que el presente ciclo electoral, iniciado con las internas del año pasado y que terminará con las departamentales del domingo, debería ser el último en que se aplique la reforma constitucional aprobada en 1996. Pero el incipiente planteo de alternativas está lejos de apoyarse en diseños consistentes de un sistema político.

Es indudable que el ciclo actual les sale muy caro a los partidos. Sin embargo, tampoco cabe duda de que una de las causas es que en cada tramo final de campaña para las internas y las nacionales, algunos sectores y dirigentes deciden gastar en publicidad por encima de los recursos de que disponen -y del posterior cobro por votos recibidos que pueden esperar sensatamente-, de modo que cuando llegan las departamentales el dinero escasea. Es obvio que esta circunstancia no debería justificar por sí sola una reforma electoral.

Sobre el desgaste y el hastío de los votantes, cabe preguntarse hasta qué punto puede considerarse consecuencia de un ciclo largo. También se puede sostener que uno de los motivos principales es que la presunta descentralización electoral no llega a ser tal, ya que todo se desarrolla como una sola y muy prolongada campaña, y la muy mentada “autonomía de lo local” no tiene espacio ni tiempo para desplegarse (una prueba es que hasta hoy seguimos midiendo la suma de votos a cada partido en las 19 departamentales). Quizás en algunos reformistas de 1996 pesó, más que el motivo declarado de reconocerla y aumentar esa autonomía, la intención de acotar la influencia en lo departamental del crecimiento electoral frenteamplista en las elecciones nacionales.

En todo caso, la experiencia indica que la mayor parte de las intenciones de voto están decididas antes de que comiencen las campañas, y el caso montevideano muestra (dicho sea esto con el mayor respeto por los actuales candidatos) que cuando los resultados son previsibles, la selección de candidaturas se realiza con cierto descuido entre quienes gobiernan (a partir de la convicción de que no será decisiva) y con grandes cautelas en la oposición (evitando que los pesos pesados sufran un revolcón perjudicial para otras aspiraciones). Una de las consecuencias es que las campañas son menos atractivas y los predominios se consolidan, con oficialismos más amenazados por sus propias insuficiencias que por sus rivales.

Además, las iniciativas reformistas circulan junto con la de buscar algún tipo de acuerdo entre los partidos Colorado y Nacional, para enfrentar con mayor chance al Frente Amplio la próxima vez. Dados los antecedentes uruguayos, no sería raro que ambas iniciativas se mezclaran, y que algunos propongan nuevos procedimientos electorales con un ojo puesto en hacer más fácil o más difícil la gestación de un “antifrente”. Eso nos alejaría aun más de acuerdos sustentados en una visión común de lo que conviene para ganar calidad democrática, y el espectáculo de dirigentes empeñados en lograr ventajitas coyunturales seguramente contribuiría a aumentar el desencanto de la ciudadanía. Después no nos quejemos.