El doctor Julio María Sanguinetti Coirolo nunca se ha caracterizado por su modestia. A falta de biógrafos que lo ensalcen, asume personalmente la tarea y deja, cada tanto, registro por escrito de la importancia que él mismo se asigna, desafiando criterios elementales de prudencia. Fue así que en 1991, apenas un año después de concluir su primera presidencia, consideró pertinente publicar un librito titulado El temor y la impaciencia. Ensayo sobre las transiciones democráticas en América Latina, que, pese a su título, era, básicamente, un ferviente elogio de su propio gobierno, con breves y superficiales referencias a lo que había ocurrido en otros países de la región.

En aquella obra relató, con notables distorsiones y omisiones, hechos que acababan de ocurrir y que cientos de miles de compatriotas tenían frescos en la memoria. Con ese precedente, fue menor la tarea, emprendida hace un par de años, de reconstruir los años previos al golpe de Estado de 1973, también desde un punto de vista muy conveniente a sus intereses, y hasta un premio Bartolomé Hidalgo le dieron por el libro La agonía de una democracia. Lo recibió en la categoría “Ensayo político”, y el jurado no consideró que fuera un demérito la memoria singularmente selectiva del autor, que hizo cuanto pudo para convencer a sus lectores de que, entre las muchas causas de la dictadura, casi no tuvieron importancia los gobiernos colorados de Jorge Pacheco Areco y Juan María Bordaberry, en los que Sanguinetti fue ministro.

Ahora el ex presidente, como prólogo del ciclo de actividades conmemorativas de “25 años de democracia” que organiza el Partido Colorado, escribió un editorial publicado el domingo 18 por el diario El País con el título “Humildad, orgullo, soberbia”, en el cual atribuye el retorno de la democracia a “la sacrificada acción de los partidos tradicionales en la clandestinidad”. El ex presidente sólo cree necesario destacar el papel desempeñado en la resistencia contra la dictadura por los partidos Colorado y Nacional, o sea que considera menor el aporte de las demás fuerzas políticas, el de las organizaciones sociales, el de quienes actuaron desde el terreno de la cultura, en el marco de instituciones religiosas o en diversas instituciones defensoras de los derechos humanos y el de las muy diversas formas de militancia en el exterior contra el régimen.

El doctor desarrolló en los años 80 una inteligente actividad política que le permitió acceder a la presidencia de la República, presentándose como el único garante posible del “cambio en paz” (consigna electoral de la fórmula Sanguinetti-Tarigo en 1984, que ahora es identificada, en la conmemoración colorada, como lo que ocurrió hace 25 años). Su actuación en aquel período fue exitosa en la medida en que logró convencer a cientos de miles de personas de que él encarnaba mejor que nadie una perspectiva de salida barata, que demandara el mínimo posible de confrontaciones y aceptara como precio el acotamiento de las esperanzas (sobre todo las esperanzas democratizadoras en lo social y lo económico), tan apoyada en el anhelo de democracia como en el temor a los conflictos, y centrada en la restauración de las instituciones como escenario excluyente para las dirigencias partidarias.

Parece que él mismo se convenció de que su ascenso personal y las necesidades del país eran equivalentes, y hoy insiste en que fueron la misma cosa la salida de la dictadura y su triunfo en aquellos comicios con miles de proscriptos, entre ellos los principales líderes de los otros dos grandes partidos, Liber Seregni y Wilson Ferreira Aldunate, que, por cierto, habían tenido una conducta mucho más sacrificada que la del ex ministro de Pacheco y Bordaberry.

Pero la recuperación de la democracia fue mucho más que la capacidad de maniobra de Sanguinetti, y pudo haber sido muchísimo más que la salida recortada y desilusionante que él nos trajo, con el peaje infame de la Ley de Caducidad y una gestión de gobierno que, por algunos motivos de los que don Julio María no quiere acordarse, desembocó en el traspaso de la banda presidencial a Luis Alberto Lacalle, en el triunfo montevideano del Frente Amplio y en el comienzo de un largo proceso de autodestrucción del Partido Colorado, dentro del cual, en los territorios controlados por Sanguinetti, no pudo crecer durante décadas un solo dirigente capaz de revertir la debacle que lo llevó a su menor expresión electoral en toda la historia del país.

Hay de todos modos cosas muy importantes que aprender del doctor Sanguinetti Coirolo: que su forma de acumular poder no es fecunda; que ningún político es la medida de todas las cosas; que falsificar la historia para ganar unos palmos de estatura es una empresa vana. Si él no aprovechó esas enseñanzas de la vida, conviene que las aprovechen quienes deseen pasar por el gobierno en forma más provechosa para el país.