En una entrevista con Emiliano Cotelo y Juan Andrés Elhordoy emitida ayer por El Espectador, el comisionado parlamentario para el sistema carcelario, Álvaro Garcé, consideró “esencial” que se defina un protocolo de actuación de los guardias en situaciones de emergencia como la que causó la muerte de doce presos en Rocha. Está bien, pero hay que preguntar, además, cuánto tiempo hace que deberían haberse establecido criterios para la emergencia crónica de todo el sistema nacional de cárceles.
El hacinamiento es atroz pero está lejos de constituir el problema de fondo. Salvo que aceptemos como algo “natural” que la cantidad de personas presas vaya en constante aumento, como ocurre desde hace muchos años, y nuestro diagnóstico se limite a constatar que la construcción de cárceles no ha crecido al mismo ritmo; o agregue, con un poquito más de inquietud humanitaria, que también estamos atrasados en la provisión de otros recursos necesarios para que las prisiones no sean tan parecidas a los asentamientos.
¿Por qué crece la cantidad de personas encarceladas? La respuesta incorrecta más difundida es que el fenómeno se debe al aumento de la delincuencia. Quien sume a esa noción otra, también muy extendida, según la cual los jueces deberían procesar con prisión a mucha más gente, concluirá que el déficit de prisiones es aun más grave. En estos días se ha lanzado al ruedo otra explicación, bastante descabellada: que hay cada vez más presos porque la policía actúa con eficacia creciente. Pero no hace falta un estudio estadístico profundo para darse cuenta de que la superpoblación carcelaria se debe, sobre todo, a la mayor severidad de las penas.
Tanto el segundo gobierno de Julio María Sanguinetti como el primero y único -menos mal- de Jorge Batlle comenzaron, en 1995 y 2000, con sendas leyes que aumentaron las condenas aplicables a diversos delitos. No se puede ignorar este factor cuando se considera la cuestión del hacinamiento, dado que el estado de opinión -pública y partidaria- que condujo a la aprobación de esas normas persiste, y produce cada tanto embates por el incremento de las penas y la rebaja de la edad de imputabilidad. Es claro que ese camino nos lleva a optar entre una política permanente de construcción de nuevas cárceles y la indiferencia ante condiciones de reclusión cada vez peores. Que vienen a ser la cara progre y la cara facha de la misma moneda, dos modos de soslayar que fueron decisiones políticas las que llevaron a esta situación.
Son también decisiones políticas las que pueden romper el círculo vicioso en el que estamos atrapados. Sería mucho más difícil que legislar para la tribuna, como se hizo en 1995 y 2000, fortaleciendo un “sentido común” reaccionario. Pero el país nunca ha tenido un gobierno integrado por tantas personas -del presidente de la República para abajo- que sepan lo que significa estar presas: quizás haya entre ellas quienes se atrevan a remar contra la corriente.