La evaluación iniciada el sábado por dirigentes del Partido Nacional sobre su desempeño en el último ciclo electoral se desarrolla sin que las cosas sean llamadas por su nombre. El doctor Luis Alberto Lacalle está en el banquillo de los acusados, pero no lo acusan directamente: ante críticas que no afrontan lo central, tiene espacio para ensayar defensas que son apenas ejercicios de retórica, y la oportunidad de corregir errores se pierde.
El lunes, en El Espectador, Emiliano Cotelo entrevistó a Lacalle, repasó varios de los cuestionamientos planteados dos días antes en la reunión partidaria y puso sobre la mesa algunos de los que no se plantearon. El líder herrerista, hábil declarante, sostuvo que nada es tan así, y que en todo caso ninguno de los problemas mencionados fue determinante de la derrota.
Dijo que “el resultado electoral es multicausal, como todo fenómeno sociológico”, y que “hay una serie de fenómenos de opinión pública que son complejos”. Chocolate por la noticia. Agregó su opinión de que el mensaje de la campaña blanca era acertado pero “no fue comprendido o aceptado” por algunos sectores de la ciudadanía, y concluyó que “quizás lo más importante” es aprender a usar mejor “Twitter, Facebook [y] todas estas historias que hay ahora”.
El razonamiento de Lacalle es el mismo de muchos gobernantes cuando la opinión pública no los valora como ellos creen que se merecen: “Somos maravillosos, pero muy pocos lo notan; hay que comunicar mejor”.
El ex presidente sostuvo que aunque haya cometido errores durante la campaña del año pasado, “algún tropezón mínimo” no puede ser la causa de que haya perdido el balotaje por 200 mil votos. El asunto es que esos errores -“mínimos” o no tanto- podían haber sido detalles en la campaña de otro candidato, pero fueron letales para él. ¿Y por qué?: porque el problema no fue lo que Lacalle hizo, sino lo que Lacalle es a los ojos de muchísimos uruguayos.
Si Jorge Larrañaga hubiera hablado de aplicarle una motosierra al gasto público o de bañar a los residentes en asentamientos, quizá la habría sacado mucho más barata. Pero ésas y otras expresiones, en boca de Lacalle, consolidaron opiniones adversas previas sobre él, basadas en la experiencia histórica. Contribuyeron fuertemente a que, en un país donde casi la mitad del electorado tiene algún grado de hostilidad hacia el Frente Amplio (FA), y cuando el FA llevaba como candidato nada menos que a José Mujica, una significativa cantidad de personas prefiriera votar al veterano ex guerrillero, que le sacó al líder herrerista más de 203 mil votos de ventaja en la segunda vuelta y lo había superado por más de 436 mil en la primera.
Es probable que Lacalle no piense que la causa de la derrota lo mira desde el espejo todas las mañanas, y si lo piensa no es probable que lo diga. Pero si nadie se lo dice a él, si nadie se anima a decirle que la percepción del Partido Nacional como representante de sectores ricos y conservadores tiene mucho que ver con su liderazgo, de poco va a servir Twitter.