La legislatura pasada aprobó 787 leyes del 28 de febrero de 2005 al 12 de febrero de este año. Batió el récord de las 750 sancionadas durante el gobierno de Luis Batlle Berres (1947-1951), que en realidad produjo más leyes por año. La oposición suele acusar al Frente Amplio de abusar de su mayoría parlamentaria. Es decir, de votar con el yeso y sin demasiada discusión los proyectos de ley del Poder Ejecutivo o del oficialismo.

El experto Daniel Chasquetti le restó dramatismo a estas quejas el año pasado, basándose en datos que procesó el Instituto de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales. Según su estudio, el Poder Legislativo aprobó en los primeros 48 meses del período de Vázquez 74% de las iniciativas del Ejecutivo (apenas siete puntos porcentuales más que el promedio de los cuatro anteriores), y 31% de esas leyes sufrieron cambios en su trámite parlamentario (el doble que entre 1990 y 2005). Las presentadas por la oposición y aprobadas fueron 63, bastante más que en anteriores quinquenios (29 en el de Luis Lacalle, diez en el segundo de Julio Sanguinetti y 48 en el de Jorge Batlle).

Pero las virtudes del Parlamento no pueden medirse por la cantidad de leyes que emite. El jurista Daniel Hargain advirtió en 2008, en la revista del Colegio de Abogados, que desde fines de los años 90 se han sancionado numerosas normas “de mala calidad técnica y redactadas a las prisas por personas que carecen de la preparación específica” para esa tarea. Hargain denominó al fenómeno “fast law”: la elaboración de leyes y decretos indigestos siguiendo la receta fast food, con rapidez y economizando recursos (en este caso, tiempo de estudio).

Ése parece ser el caso de la Ley 18.411, titulada “Declaración Judicial de Concurso y Reorganización Empresarial” y aprobada por unanimidad el 5 de noviembre de 2008, 13 días después de ser presentada por senadores del Frente Amplio, el Partido Nacional y el Colorado. Esta norma de apenas dos artículos no mereció discusión en las comisiones legislativas. Tampoco en el plenario del Senado. Hubo un apático y fugaz intercambio de impresiones en la Cámara de Representantes, donde el argumento más fuerte fue el consenso multipartidario de los senadores. La ley contó con un solo insumo externo, al cual le queda muy grande el calificativo de “asesoramiento”: el del entonces canciller Gonzalo Fernández, a través de una breve conversación personal con el senador blanco Sergio Abreu y de otra telefónica con el diputado Álvaro Lorenzo, también nacionalista, el único que expuso dudas sobre un eventual “zafarrancho jurídico”. El propio Lorenzo votó a favor un rato después, porque Fernández lo convenció de que el efecto de la ley “sería mínimo, si no nulo”. A la semana siguiente, Vázquez y todos sus ministros, canciller incluido, firmaban para promulgar la norma.

El corolario es conocido. Como el segundo artículo derogó el 76 de la Ley 2.230 de 1893, que asignaba la pena correspondiente al delito de quiebra fraudulenta a “los directores y administradores de [una] sociedad anónima que comet[ier]an fraude, simulación, infracción de estatutos o de una ley cualquiera de orden público”, el Tribunal de Apelaciones en lo Penal del tercer turno clausuró este mes el expediente contra los hermanos Jorge, Dante y José Peirano, procesados desde 2002 por las operaciones off shore y el vaciamiento del Banco de Montevideo, que empobrecieron a cientos de familias.

Lo que comenzó con los parlamentarios oficialistas y opositores y un ministro jugando al teléfono descompuesto terminó con las mismas personas jugando a la papa caliente, entre ellas y con la Justicia. Y con tres delincuentes de cuello duro libres de responsabilidad penal. Fernández, al observar en su descargo que “la clausura del proceso no es una sentencia absolutoria ni tampoco una declaración de inocencia”, omitió un principio clave del estado de derecho: toda persona es inocente si no media condena del Poder Judicial. La culpa de los Peirano ya no existe ni siquiera como aspiración de nadie.

Los vicios del fast law no se curan metiendo más abogados en el Parlamento, sino con legisladores más estudiosos, preparados y concienzudos, que cuenten con asesoramiento adecuado. En el Palacio Legislativo funcionan tres comisiones a cargo de brindar orientación en materia jurídica. Cada parlamentario dispone de casi 80 mil pesos para sueldos de secretarios y asesores, y también del pase en comisión de hasta cinco empleados públicos.

La aprobación de la Ley 18.411 hace brillar una vez más la ausencia de mecanismos para que senadores y diputados rindan cuentas por el uso de esos recursos, que se han destinado con demasiada frecuencia a complementar salarios propios, a financiar partidos y a rentar militantes, familiares y amigos. Los únicos que podrían legislar al respecto son los legisladores. ¿Quién se pondrá el cascabel a sí mismo?