¿Cuántos “líderes partidarios” hay en Uruguay? Así planteada, la pregunta no se puede contestar. El problema empieza con la influencia del idioma inglés, que ha popularizado el uso periodístico de la palabra “líder”, bastante imprecisa para definir qué papel político desempeña una persona (porque puede referirse tanto a su ubicación en un lugar institucional como a su influencia, y ambas cosas no necesariamente van juntas).

En todo caso, cuando se dice que representantes del gobierno se reúnen con los líderes de la oposición, o con todos los líderes partidarios, uno tiende a pensar que corresponde citar a un dirigente de cada partido, o por lo menos a uno de cada partido con representación parlamentaria, y lógicamente a quienes ocupan los máximos cargos (aunque en algunos casos, como el del Frente Amplio, esté claro que Jorge Brovetto no es “el líder”). Sin embargo, cuando se trata de los blancos, el Poder Ejecutivo asume que no hay un líder sino dos.

Uno de ellos es, naturalmente, Luis Alberto Lacalle, que no sólo preside el Honorable Directorio del Partido Nacional sino que además fue su candidato único a la presidencia y es su senador más votado. Que el gobierno convoque también al senador Jorge Larrañaga es uno de esos hechos que por reiterados pueden parecer normales, pero que no lo son.

¿Qué lío se habría armado durante el segundo gobierno de Julio María Sanguinetti (1995-2000), cuando Tabaré Vázquez era presidente del FA y Danilo Astori su principal rival dentro de esa fuerza política, si el gobierno nacional hubiera citado a ambos, juntos o por separado, en condición de “líderes”, pero a un solo representante de cada uno de los demás partidos presentes en el Parlamento? No cuesta imaginar que desde filas frenteamplistas se habría acusado a Sanguinetti de inmiscuirse en los asuntos internos de otro partido e intentar incidir en ellos, de desconocer a las autoridades legítimas del Frente, de menoscabarlas ante la opinión pública y quién sabe de cuántas otras maldades.

Hoy no sucede nada semejante cuando José Mujica se reúne por separado con Lacalle y Larrañaga, o cuando los recibe juntos como hizo el jueves 19. Se acepta como explicación que el presidente de la República tiene una buena relación personal con el principal dirigente de la minoría blanca, y nadie dice que las afinidades personales no tendrían que mezclarse con el reconocimiento a la representación institucional del principal partido de la oposición (nadie se queja tampoco en voz alta cuando Mujica sostiene que fue a visitar a Gonzalo Fernández, en medio de la tormenta, porque es “un compañero y un amigo”: al primer mandatario se le tolera un singular margen de acción por razones afectivas).

Lacalle y los lacallistas no protestan por el estatus especial que el Ejecutivo le confiere al jefe de sus rivales. Quizá sea porque piensan que bastante mar de fondo hay ya en el Partido Nacional y que por el momento no conviene complicar más la situación. Larrañaga tampoco se queja, por supuesto. Pedro Bordaberry y Pablo Mieres no tienen por qué meterse, y se podría decir incluso que esto les conviene. El FA tiene muchas otras cosas de las que preocuparse. Y en la población se consolida la idea de que los blancos no tienen un solo jefe. Algo que, en definitiva, es cierto.