Parece que la norma jurídica más fiera de la historia uruguaya está viviendo sus últimas horas. Ya hay un borrador de proyecto acordado por el Frente Amplio y el Ministerio de Relaciones Exteriores para acabar con la Ley de Caducidad, que determinó en 1986 la impunidad para las violaciones de derechos humanos cometidas por la última dictadura cívico-militar. Sólo resta afinar detalles menores. La semana próxima habrá novedades, y este mes, seguro, la iniciativa habrá llegado al Parlamento. También falta decidir si la presentará el Poder Ejecutivo o la bancada oficialista, y a través de cuál de las dos cámaras.

Lo que está precipitando la caída de la impunidad no es su carácter indigno, ni su inconstitucionalidad (declarada por la Suprema Corte el 19 de octubre de 2009) ni la necesidad de conocer la verdad histórica para abrir paso a una reconciliación legítima en la sociedad uruguaya. Lo que mueve a la cancillería y al oficialismo es adelantarse a la probabilidad cierta de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condene al Estado por no esclarecer la desaparición en 1976 de María Claudia García Iruretagoyena de Gelman ni haber condenado a los culpables.

Los dos órganos que componen el sistema de justicia de la Organización de Estados Americanos (OEA) son la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), cuyos dictámenes son de cumplimiento optativo para los Estados, y la Corte, que emite fallos obligatorios. La CIDH declaró en 1992 que la Ley de Caducidad “es incompatible” con diversos artículos de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y recomendó al gobierno uruguayo adoptar “las medidas necesarias para esclarecer los hechos e individualizar a los responsables de las violaciones de derechos humanos” cometidas durante la dictadura.

Desde entonces, esta Comisión con sede en San José de Costa Rica reiteró sus recomendaciones en varias oportunidades. Hasta que el 21 de enero tomó una medida más drástica: derivó el caso de María Claudia a la Corte Interamericana. La eventualidad de una condena al Estado cambió el libreto de los sectores más reticentes del Frente Amplio a acabar con la impunidad.

Entrevistado por La República en febrero, antes de asumir el cargo, el canciller Luis Almagro admitía que la vigencia de la Ley de Caducidad era “un tema de derechos humanos pendiente”, que requería “acción y gestión permanente” de su cartera debido a las recomendaciones de la CIDH. Los sectores del Frente Amplio que más pugnaron por la declaración de nulidad de la ley en el referéndum de octubre (como el Nuevo Espacio, el Partido por la Victoria del Pueblo y el Comunista) no se detuvieron ante el fracaso y ya entonces buscaban una solución parlamentaria alternativa con varios aparentes sinónimos de “nula”, como “inexistente”, “sin efecto”, “erradicada” e “inaplicable”. La derogación (como propone el diputado blanco José Carlos Cardoso) estuvo siempre fuera de discusión, pues sólo tendría efectos hacia el futuro, dejando intocadas las demandas penales “caducadas” por la ley 15.848 de 1986.

El Ministerio de Relaciones Exteriores y el Frente Amplio unieron sus cabezas cuando advirtieron que estaban trabajando con el mismo propósito. Por fin, se acordó el camino de una ley interpretativa de la Constitución que consolidaría el rango constitucional de los tratados internacionales sobre derechos humanos, superior al de las leyes aprobadas por el Parlamento, y que declararía, en consecuencia, la inaplicabilidad de la Ley de Caducidad. El resto del proyecto en ciernes estará dedicado a los mecanismos por los cuales los jueces podrán reabrir los casos cerrados como consecuencia de aquella norma.

Así termina una madrugada que ya lleva casi 24 años y que se pone linda con este proyecto trafoguero. Pero las razones que mantuvieron la Ley de Caducidad en vigencia durante todo este tiempo siguen cubriendo de vergüenza a las anteriores legislaturas y a la ciudadanía. A las legislaturas por haberla aprobado y por no tomar ninguna medida para abolirla, cuando el Parlamento bien pudo declararla nula apenas el jurista Óscar López Goldaracena dio a conocer esa posible solución en diciembre de 2005. Y a la ciudadanía, por rechazar en dos ocasiones, en 1989 y en octubre pasado, sendas iniciativas populares para acabar con esta perversa anomalía jurídica, moral y política.