En las últimas semanas se han reiterado los trascendidos acerca de pujas dentro del oficialismo que buscarían el relevo de algunos ministros, con la intención declarada de producir el “giro a la izquierda” por el que aboga, por lo menos desde la campaña para las internas de 2009, una parte de la dirigencia frenteamplista. El problema es que nunca se ha explicado en términos consistentes cuál sería la naturaleza del viraje reclamado.

La versión del problema esbozada por el presidente de la República a fines del año pasado remite a la tensión entre un “vasto sector socializante” y “otro vasto sector apenas progresista”. Es un planteo impreciso, porque el “apenas” caracteriza a los “progresistas” como aquellos que no llegan a ser “socializantes”, y no está nada claro qué se entiende por “socializar”. Intentemos desbrozar un poco el terreno.

Podemos aceptar como punto de partida muy esquemático que la socialización, entendida como avance hacia el socialismo, requiere transformaciones profundas de la sociedad y de la economía, sin que una sola de esas dimensiones sea suficiente. Si la meta es superar el capitalismo, no se trata sólo de aumentar la producción, ni solamente de erradicar la pobreza o de disminuir las desigualdades. Va de suyo que la esencia “socializante” de un gobierno no radica tampoco en su honestidad o su solvencia técnica.

En este sentido, es válido el diagnóstico de que la gestión del Frente Amplio ha sido básicamente “progresista”: sus logros, que no han sido pocos ni pueden explicarse de buena fe sólo por la existencia de circunstancias favorables, quizá puedan ser buenos puntos de apoyo para la construcción del socialismo, pero no son por sí mismos “socializantes”. Y tampoco lo serían si se hubieran alcanzado metas proclamadas pero aún lejanas, relacionadas con la reforma del Estado, la calidad de la educación o el acceso a vivienda.

Por supuesto, el FA como tal nunca se propuso avanzar hacia el socialismo. La cuestión es que varios de los sectores que lo fundaron hace casi 40 años, y otros que luego se incorporaron a él, sí tienen definiciones “socializantes”, y han proclamado históricamente que ven la aplicación del programa frenteamplista como parte del camino hacia otros objetivos. A nadie debería llamarle la atención que ahora, ya durante el segundo gobierno nacional consecutivo del FA, mantengan en su agenda tales objetivos. Están en su derecho.

Pero resulta que en 40 años han cambiado muchas cosas. En 1971 se podía discutir -y se discutía- mucho acerca de distintas formas de construir el socialismo, pero había sólidos consensos que se han disuelto en el aire. Aun entre quienes desean ser “socializantes” hay grandes dudas sobre lo que debe cambiar en la economía y en la sociedad, y sólo en círculos muy estrechos se considera “obvia” la necesidad de la estatización como camino hacia la socialización, o de la “toma del poder” por parte de organizaciones revolucionarias.

El resultado es que, mientras los “apenas progresistas” priorizan, por ejemplo, el proyecto de asociación público-privada, a fin de superar insuficiencias de infraestructura que acotan sus planes para atraer inversores, las propuestas enarboladas por los presuntos “socializantes” tampoco implican el menor riesgo para el sistema capitalista. A los desafiantes les falta demostrar, con ideas y prácticas distintas, que su embate por ocupar más cargos de gobierno no es apenas una disputa por poder.