Uruguay es natural y transparente. ¿Por qué dudarlo? Bueno, motivos hay. Porque cuando surgió la posibilidad de que se instalara una enorme fábrica de celulosa en Fray Bentos evitó informárselo a Argentina, como ordena el tratado bilateral que regula el uso del río que le da nombre a este país. La Corte Internacional de Justicia en La Haya corroboró el incumplimiento tras años de análisis.
Porque cuando organizaciones civiles de la ciudad argentina de Gualeguaychú se alarmaron por las posibles consecuencias de esa actividad industrial en el aire que respiran y en el agua que beben, la reacción en Uruguay del gobierno, la oposición, la prensa y gran parte de la sociedad fue subestimar una preocupación legítima. Porque, se decía, la arrogante Argentina no es natural ni transparente, como sí lo es este país tan modesto que suele describirse a sí mismo en diminutivo. Pero también porque un estudio serio de impacto ambiental habría retrasado la inversión.
Porque, además de la eventual contaminación, el análisis habría debido abarcar el efecto en el agua superficial y subterránea y en el resto del sector rural de la forestación con destino a la industria celulósica. Porque el gobierno uruguayo le facilitó mucho los trámites a la empresa finlandesa Botnia, entonces a cargo del emprendimiento, y a la que le sucedió, UPM. Las autorizó a operar en zona franca, a disponer de un puerto privado y a generar su propia electricidad.
Porque UPM tributa moneditas al fisco. La ganancia que queda acá es poco más que lo que gastan del salario sus empleados y lo que obtienen las empresas proveedoras, pues una zona franca es como territorio extranjero. Mientras estaba en construcción, esa plata se notaba: 5.000 personas trabajaban allí. Hoy son 300. Aun con el puente cortado, Fray Bentos vivió un par de años de auge económico. Pero pasó de ser la ciudad con menor desempleo del país, incluso con un gran aluvión de inmigrantes internos y de extranjeros, a ser la que más lo sufre (llegó a 14% en 2010), cuando a nivel nacional se ubica en mínimos históricos de alrededor de 6%.
Porque, invocando una supuesta vulneración a la “soberanía”, políticos oficialistas y opositores se resistieron a admitir el ingreso a la fábrica de científicos argentinos para que participaran, en equipo con colegas uruguayos, en el control de la contaminación que la sentencia de La Haya ordenaba a los dos países procesar en conjunto.
Menos mal que se permitió la presencia argentina. El 6 de octubre, los científicos visitaron Orion UPM. El 25 de octubre, los de Argentina presentaron un informe a sus jefes políticos. El 24 de noviembre, Argentina manifestó por escrito ante la binacional Comisión Administradora del Río Uruguay (CARU) “su profunda preocupación frente a la grave constatación” de que la fábrica utilizaba “el método de la dilución en el […] tratamiento de sus efluentes industriales”. El 10 de enero, la cancillería en Buenos Aires hizo pública la situación, a través de un moderadísimo comunicado de prensa.
Las autoridades de este país natural y transparente se enteraron de una violación a normas uruguayas gracias a los resistidos expertos argentinos. Esta semana se supo que la Dirección Nacional de Medio Ambiente (Dinama) le pidió a Orion UPM cambios al sistema de procesamiento de los residuos líquidos que arroja al río. Pero el jefe de la Dinama, Jorge Rucks, dijo a El Espectador que éste no era “un problema ambiental”, que no hay “dilución” de efluentes sino que se los “enfría” mezclándolos con agua de río para que no superen el máximo legal de 30 grados y que, como no se transgredió la legislación, se le formuló la solicitud a la empresa con el fin de facilitar “el entendimiento entre los dos países”.
El caso deja muchas dudas sobre la capacidad de control de la Dinama. Justo cuando se anuncia la instalación en Conchillas de otra fábrica de celulosa, más grande que la de Fray Bentos. Cuando se autorizan nuevos cultivos de soja transgénica. Cuando llueven proyectos de puertos de aguas profundas, de minas a cielo abierto. Cuando, además, las ganancias económicas para el país, una vez concretados esos emprendimientos, no serían gran cosa.
Hace unos cuatro años, la compañía española ENCE, entonces a cargo del proyecto celulósico que hoy llevan adelante la chilena Arauco y la sueco-finlandesa Stora-Enso, destrozó por “error” el equivalente a dos parques Rodó de bosque nativo en sus campos de Paysandú. Y como en este país las leyes no prevén delitos ambientales, se la castigó con una multa y se le ordenó plantar árboles autóctonos para emular un trabajo que a la naturaleza le llevó millones de años.
Cabe dudar si Uruguay es natural y transparente. Y también si lo es la industria de la celulosa. Hasta ahora, al menos, viene ganando porque tiene una voluntad muy veleidosa y juega con tres manos. Con la piedra, con la tijera y con el papel.