No es fácil la reforma del Estado. Durante muchísimos años se han acumulado prácticas y normas que alejan a las instituciones y los funcionarios de las metas de calidad, equidad y eficiencia que deberían orientar el servicio público. Persisten muy diversos obstáculos a esa reforma, y a veces el proceder en las máximas alturas estatales descorazona, como sucede cuando se decide que debe abandonar su cargo el gerente general de ASSE, a partir de información aportada por sus superiores, pero luego Presidencia de la República recibe y resuelve publicar oficialmente los descargos del destituido, y al día siguiente “aclara” que, si las explicaciones del ahora ex jerarca se ajustan a la verdad, la destitución “podría encontrarse no suficientemente justificada”, y encomienda a los representantes del oficialismo en ASSE que averigüen cómo es realmente la cosa, para adoptar en el directorio de ese organismo “la orientación que corresponda sobre los sucesos en cuestión” (ver la página 3). Pero no todo es mamarracho: también hay avances, y en las últimas semanas se produjeron dos que no deberían pasar inadvertidos.

El 20 de setiembre la Junta Departamental de Montevideo decidió derogar, por iniciativa del oficialismo frenteamplista que apoyaron todos los ediles blancos y casi todos los colorados, el decreto de 1993 que reservaba 15% de los ingresos a la intendencia del departamento para hijos de funcionarios. Aunque el ex dirigente sindical Eduardo Platero, en forma inusualmente destemplada, haya atribuido esa resolución al “odio” contra los trabajadores municipales y a la voluntad de “arrancarle la cabeza” a sus hijos, no hay duda de que se ha eliminado un privilegio irritante, ni de que por ese camino ganan credibilidad los esfuerzos reformistas.

Anteayer la Cámara de Representantes aprobó a su vez, también por iniciativa frenteamplista y con apoyo de los demás partidos (78 votos en 79 presentes, se abstuvo un legislador suplente que alegó no contar con información adecuada sobre el asunto), un proyecto de reglamento que establece descuentos para los diputados que falten sin aviso a las sesiones de plenario o a las de comisiones que integran. Así se vino a cumplir, con bastante retraso, lo dispuesto por el artículo 117 de la Constitución, donde se prevén tales descuentos (que se incorporaron al reglamento del Senado en el comienzo de los años 90, aunque hay quienes sostienen que una cosa es lo que dice la norma y otra su aplicación).

También en este caso es indudable que la decisión fue acertada y el efecto, beneficioso. No es menor, además, que quienes ocupan altas responsabilidades de gobierno, asignadas por el voto popular, se quiten a sí mismos el privilegio de cobrar sin trabajar; los que tienen autoridad constitucional para imponerle normas al resto de los ciudadanos deben contar también con autoridad moral para ello.

Es cierto que las decisiones de la Junta y de la Cámara debieron ser adoptadas mucho antes, pero no por eso dejan de ser correctas y elogiables. Ojalá que el ejemplo se propague, hacia abajo y hacia arriba.