Si la familia define a las personas, el encumbramiento del general Pedro Aguerre en el Ejército uruguayo debe de ser un caso inédito. El nuevo comandante en jefe es hijo del hoy retirado general del mismo nombre, fundador en los años 60 del grupo militar izquierdista 1815, preso y torturado por sus camaradas durante la dictadura y afiliado al Partido Socialista tras la restauración democrática. Es yerno, además, del coronel Ramón Trabal, asesinado en París en 1974 por sicarios del régimen, de acuerdo con las versiones más aceptadas.

Para sus compañeros del Ejército, la familia sí define: el actual comandante se ligó montañas de arrestos durante la dictadura por mero porte de apellido, y sus superiores eran tan animales que lo mandaban a hacer guardia en los mismos cuarteles donde tenían guardado al viejo Aguerre, como para que lo viera de lejitos. Mientras tanto, “nunca di ni recibí una orden inmoral en mi carrera”, le dijo al semanario Búsqueda en una entrevista publicada ayer.

Se puede dudar de la salud mental de alguien que sigue la carrera de las armas, y más aun si lo hace siguiendo la tradición familiar, pero de sus circunstancias también se puede deducir que Aguerre recorrió las páginas del capítulo más negro de la historia nacional, no las disfrutó y no quiere volver a ellas. Fue, en cierto modo, una víctima, y la Ley de Caducidad, mientras estuvo vigente, ha impedido saber si también fue victimario, como les sucede a miles de uniformados que tienen las manos limpias.

De cualquier manera, se trata de deducciones. Aguerre el joven comenzó a trazar su peripecia pública el lunes, al asumir el mando del Ejército, y no pudo ser más claro el contraste entre él y su antecesor, Jorge Rosales. “Evidencias del pasado afectan moralmente” a la fuerza, que “no puede ni debe seguir respondiendo institucionalmente por deudas que no le corresponden, ni estar sometida a una falta de valoración permanente por parte de algunos sectores de la sociedad, así como a la descalificación y menosprecio”, dijo Rosales en su discurso de despedida. Mientras, “sus actuales integrantes” son “rehenes de hechos lamentables ocurridos hace 30 años”, agregó, antes de quejarse, como es habitual, de la supuesta penuria económica de las Fuerzas Armadas.

En cambio, Aguerre aprovechó la ocasión para manifestar su “dolor y tristeza” por la aparición de otro cadáver en un predio del Ejército el mes pasado, esta vez en el Batallón 14. Luego, en conferencia de prensa, dijo: “Un cuerpo es un ser humano y tenemos que manejarlo con el respeto que nos gustaría […] si fuera un familiar nuestro”. Y agregó: “Información que tenga la voy a dar […], porque si yo tuviera un familiar desaparecido […] sería el primero en buscar una respuesta […]. Si tengo información y entiendo que sirve para pacificar al país, la voy a compartir”, en primer lugar, con el presidente de la República y con el ministro de Defensa, explicó Aguerre.

Esta semana, el comandante mantuvo reuniones oficiosas con personas “vinculadas” a esas investigaciones, y declaró al diario Últimas Noticias: “Si viene la madre de un desaparecido, que lo haga tranquila porque la voy a atender”.

Algo cambió, pero aún es pronto para saber si es para que la cosa siga igual. En la entrevista con Búsqueda, soltó algunos conceptos de una ingenuidad tal vez sincera. “Lo que no me sirve es la destrucción por la destrucción misma: todos los militares son malos, todos los militares son ladrones. ¿Por qué? Me están discriminando”, se lamentó. También adelantó que no habrá un pedido de perdón institucional de las Fuerzas Armadas, pero que podría haber un “me equivoqué”, un “fue una barbaridad”, un “fue consecuencia de…”. O sea, en esencia, la misma “pérdida de puntos de referencia” que manifestaron en 1986 los comandantes al entonces presidente Julio Sanguinetti.

Desde hace años, los militares hacen de cuenta de que el 1º de marzo de 1985 hubo un corte abrupto. Como si las instituciones armadas se hubieran limpiado por arte de birlibirloque, pensamiento mágico reforzado por la impunidad otorgada en diciembre de 1986. Esa amnesia tan amplia cubre la amenaza institucional de insubordinación que parió la aprobación de la Ley de Caducidad, los engaños institucionales alrededor del asesinato del chileno Eugenio Berríos, la crueldad de los represores que mantuvieron en secreto el destino de los desaparecidos al amparo de la institución. Para no hablar del mantenimiento de sueldos y pensiones de privilegio en un país que se fue empobreciendo, del gasto militar equivalente a una escuela por día y de las bestialidades que escupen, un día sí y otro también, los milicos retirados que representan a la tropa y la oficialidad activa desde los clubes sociales.

He ahí el problema que persiste. Por ahora, para Aguerre, igual que para quienes lo precedieron, al final, lo primero es la familia. La familia militar.