“No puedo vivir angustiado, sólo mirando para atrás; mi angustia son los que van a venir, porque el mundo de atrás no lo puedo arreglar. Quiero que los orientales se encuentren, quiero que no tengan que odiar, que no tengan cosas que perdonar, que no tengan cosas que olvidar”, afirmó el presidente José Mujica en una rueda de prensa en Porto Alegre, donde se encontraba de visita oficial, ante la pregunta sobre la posibilidad de liberar a los presos mayores de 70 años, entre los que estarían varios militares procesados por violar sistemáticamente los derechos humanos durante la dictadura civil-militar. Expresiones similares realizó hace unos días su esposa, senadora y primera dama, Lucía Topolansky con el argumento de que “no es bueno tener gente vieja en las cárceles”. De acuerdo a esta propuesta, es lo mismo ser mayor de 70 años y estar en una cárcel VIP que tener la misma edad pero vivir hacinado en una cárcel común.
Lo peor no es la propuesta en sí, lo peor es pensar y actuar desde una perspectiva de izquierda sin reflexionar sobre las implicancias de la violencia política y el terrorismo de Estado. Es cierto, con todo derecho y como políticos que son, pueden plantear lo que consideren conveniente. Pero lo que no pueden hacer es eludir el debate sobre el pasado escudados en argumentos humanitaristas. Y esta propuesta anula esa discusión. En el caso específico de los militares y civiles no hablamos solo de “viejitos” que están llegando al final de sus vidas. Son hombres hasta no hace mucho impunes, que elaboraron o participaron en un plan de exterminio y de violación a los derechos humanos delante del cual ningún valor y ninguna ideología puede encontrar justificación. Si no es ético mantener a septuagenarios presos, ¿lo es ir a visitar a un general en actividad acusado de estrangular a una muchachita indefensa? En el caso de los ex guerrilleros que también son hombres y mujeres que, en una circunstancia histórica específica, adoptaron decisiones extremas. Discutir públicamente su accionar tendría repercusiones en su imagen, pero colaboraría en la posibilidad de pensar un proyecto de país más democrático.
Nosotros, los ciudadanos que gozamos de un Uruguay democrático, que festejamos cada edición del Latinobarómetro, hemos contraído una deuda con los sindicalistas, los militantes políticos y sociales, que hicieron todo lo posible para llegar a este presente. Pero una democracia amnésica, que no mira su pasado, es frágil, y más frágil lo es en un continente que ha conocido (y conoce) dictaduras, golpes de Estado y nostalgias de la mano dura. Por ende, no se trata de poner en cuestión las virtudes del humanitarismo, sino analizar e interpretar la violencia política y sus consecuencias. Esta versión conservadora y simplista del humanitarismo, que lo presenta como el corolario del fin de un combate, anula cualquier debate.
El presidente, por más que sea presentado como un “viejo sabio”, no es un guardián del pasado; pero, desde su ámbito, puede colaborar en la interpretación de ese pasado antes que pregonar la reconciliación y la unidad nacional. La sociedad debería conocer las atrocidades que cometieron los militares uruguayos y también por qué murió Pascasio Baez. No para ponerlas en un pie de igualdad.
Nada justifica una cosa o la otra. Nada las hace iguales. Es porque estos actos (como otros) exigen una explicación. Colaborar en ese sentido pondría al presidente a la altura de las tareas de la hora. Por el contrario, sin un balance sobre el pasado es inviable cualquier horizonte estratégico, y deseable, de una nueva política de izquierda. El filósofo alemán Karl Jaspers nos enseñó, reflexionando sobre su propia impasibilidad ante el nazismo, que la falta de castigo en un crimen repercute en el ámbito político ya que aquellos que pudieron hacer algo para sancionar al criminal y no lo hicieron también tienen cierto grado de responsabilidad. No hay duda, la impunidad revela mucho de la esencia estatal. Sería bueno que a caballo del planteo sobre la conveniencia de la prisión domiciliaria en el caso de los mayores de 70 años, alguien desde el gobierno hiciera un llamamiento para cuestionar si es humanitario que la legislación ampare a torturadores, o sobre las limitantes del orden institucional vigente, las injusticias que encierra y la posibilidad de extender sus potencialidades en vez de considerarlo algo eterno y dado.
La discusión sobre la violencia política y la violación a los derechos humanos seguirá vigente porque ninguna liberación de septuagenarios eliminará su presencia. Su existencia es una llaga social, para la izquierda, la derecha, los apolíticos y todos los que vengan. Intentar eliminarla anteponiendo declaraciones abstractas es una banalidad, un acto de pereza intelectual gigantesco y una irresponsabilidad importante. Si el presidente desea que los “orientales” no tengan “cosas que odiar” tampoco deberían substraerse del debate con argumentos simplistas.