• El mes pasado un periodista español, de viaje por América del Sur, me pidió que le recomendara algún libro útil para entender a Uruguay. Le contesté que varios sirvieron para eso antes de la dictadura, pero que no conozco ninguno equivalente para la realidad actual. Entre otras cosas, porque no hay un consenso social sólido sobre lo que somos hoy, y mucho menos uno acerca de lo que queremos ser. Esto tiene mucho que ver, por supuesto, con la cuestión del sistema educativo. Sin definiciones nítidas sobre el punto de partida y la meta que perseguimos, es muy difícil trazar el camino y lograr que éste sea una recompensa.

  • Cuando se habla del sistema educativo, tendemos a pensar en un conjunto de instituciones que lo integran formal y expresamente, pero en realidad ese sistema es mucho más amplio. En la formación de los seres humanos como tales tienen también gran incidencia el entorno familiar y otros vínculos sociales, así como los mensajes de los medios de comunicación masiva. Cuando es débil el común denominador de una sociedad acerca de su identidad y sus objetivos, la resultante de todos los factores que determinan la educación de las personas se independiza en buena medida de las decisiones estatales sobre la parte formal del proceso. Sin embargo, la demanda de respuestas se concentra sobre las instituciones educativas, y en especial sobre los docentes, aunque no siempre quede claro cuáles son las preguntas.

  • Podemos suponer, sin mucho temor a equivocarnos, que la movida partidaria en relación con la enseñanza no se debe a que los principales dirigentes frenteamplistas, blancos, colorados e independientes experimenten un súbito interés en la epistemología, la pedagogía, la didáctica o alguna otra disciplina que la gran mayoría de ellos jamás empezó a estudiar.

Uno se pregunta cuántos de los que han salido a formular declaraciones sobre la necesidad de cambios urgentes, cuántos de los que parecen urgidos desde que se enteraron de que las pruebas del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA) “nos dan mal”, o de que las encuestas registran que la cuestión educativa es considerada importante por gran parte de los habilitados para votar, cuántos de los que piensan que hay que “hacer algo” rápido, o por lo menos apurarse a decir que hay que hacer algo, cuántos de ésos saben, por ejemplo, que existe el programa Estímulo a la Cultura Científica y Tecnológica (ver nuestro suplemento Áleph del 27-12-2011, páginas 5 a 7), que apunta a objetivos obviamente acertados y sobre el cual sólo cabe lamentar que no esté beneficiando a más estudiantes y docentes.

  • En todo caso, a nadie debería sorprender o escandalizar que los políticos hagan política: operan como portavoces de corrientes de opinión que se disputan las preferencias de la ciudadanía, e incluso cuando invocan los problemas de la educación buscando metas bastante alejadas de ellos, como conservar o ganar posiciones de poder, hacen simplemente el trabajo que les corresponde según las reglas del juego democrático. En un sentido más específico, es legítimo que, como representantes de esas corrientes de opinión, participen en el debate sobre la situación actual del país, el futuro que podemos proponernos construir y el rumbo a seguir para llegar desde aquí hasta allá. Otra cosa es que baste con eso para que la educación mejore.

  • La legitimidad de los políticos que ocupan cargos electivos como representantes de la ciudadanía no los convierte en las personas más idóneas para conducir el quehacer educativo, y tampoco en aquéllas a las que resulta más deseable encomendar exclusivamente tal conducción, por las mismas razones que hacen indispensable la participación de especialistas en la definición, la planificación y la ejecución de cualquier otra política pública. Pero los especialistas necesarios en el caso de la educación no son sólo los educadores, y los educadores no son sólo los sindicalistas. La Constitución establece que la enseñanza debe ser regida por consejos directivos autónomos, pero también que le corresponde a la mayoría absoluta de los integrantes de cada cámara del Poder Legislativo decidir de qué manera son designados o electos los integrantes de tales consejos; en ninguna parte insinúa siquiera que deban formar parte de ellos sólo docentes, y mucho menos sólo representantes de los sindicatos docentes.

  • Un proceso deplorable ha incrementado el peso en los sindicatos de la enseñanza de grupos caracterizados por la pequeñez desde lo cuantitativo a lo moral, pasando por la capacidad de propuesta, que suelen ampararse en la reivindicación de la autonomía para procurar su propio control sectario sobre todo lo relacionado con la educación. Un ejemplo de las consecuencias de ese proceso, para quienes tuvimos la suerte de conocer los planteos fecundos del profesor Víctor Cayota acerca de las asambleas técnico-docentes, es el modo en que tales organismos se desvirtúan cuando, en vez de constituir ámbitos de reflexión y propuesta sobre los asuntos pedagógicos y otros relacionados con el modo de mejorar la educación, se transforman en un escenario más para que los mismos militantes insistan con las mismas iniciativas que defienden en los sindicatos.

  • Desde el caso del profesor Ricardo Vilaró en los años 90 hasta el de la profesora Estela Alem, hace poco podemos ver qué entienden por “unidad” esos pequeños, y qué podríamos esperar si quedara en sus manos definir qué es cierto, qué debe ser enseñado o cómo conviene desarrollar el pensamiento crítico. También está a la vista su idoneidad para la aplicación del método científico, cuando insisten en diagnosticar los problemas de la educación sin el menor asomo de autocrítica. O su confianza en la dignidad docente, cuando sostienen que cualquier sistema de estímulo a buenos desempeños será pervertido fraguando resultados (pero se resisten a la evaluación externa). O su idea de la participación, cuando sabotean la de padres y alumnos.

  • En los últimos meses, algunos pequeños decidieron hacer una demostración de fuerzas en relación con el programa Promejora, ante la inminencia de la búsqueda de acuerdos partidarios sobre la educación, para advertir hasta dónde podía llegar su poder de veto. Realizaron esa demostración sin que escrúpulo alguno les impidiera falsear la descripción del programa, se esforzaron por descalificar y castigar a quienes se opusieron a su maniobra, dañaron gravemente la herramienta sindical empleándola para prácticas insensatas, y terminaron regalándoles un excelente punto de apoyo a quienes intentan aumentar el peso de los políticos en el gobierno de la educación.

  • ¿Qué les pide la sociedad a los procesos educativos? La mayor parte de los adultos deseamos, seguramente, que los más jóvenes lleguen a vivir mejor que nosotros, en un sentido más amplio que el referido a lo material, pero no es fácil prever qué necesitarán para lograrlo.

Una de nuestras difusas demandas, aparte de la aspiración a que puedan hacer bien algo que les guste, es que vivan en una sociedad más integrada que la de hoy, una en la cual el origen socioeconómico no sea una marca visible desde los aspectos externos hasta los modos de hablar y -cosa mucho más grave- de pensar, no sólo en cuanto a las ideas sino también en los procedimientos racionales, en la posesión o la carencia de instrumentos para ordenar el pensamiento y encaminarlo a resultados. En la capacidad o incapacidad metodológica para aprovechar la inmensa cantidad de datos e ideas disponibles mediante las nuevas tecnologías.

  • Varios estudiosos de la realidad social vienen dibujando una representación de “tres países” contenidos en Uruguay y con grandes dificultades para convivir, debido a fracturas sociales que el crecimiento económico y las políticas sociales no han logrado revertir. Uno de ellos es el sociólogo Gustavo Leal, que se ha ocupado durante el año que termina de divulgar esta idea con elocuencia, hablando de un Uruguay próspero, uno integrado pero vulnerable y uno excluido (que se concentra territorialmente en la periferia del área metropolitana y de algunas capitales del interior del país). No es razonable pedirle a la educación que resuelva por sí sola este problema, aunque a menudo lo hacemos, pero tampoco es constructivo que, desde la frustración de la experiencia docente, se alegue que mientras haya desigualdad social el sistema educativo no podrá hacer otra cosa que potenciarla porque quienes vienen de hogares en mejor situación aprenderán fatalmente más y mejor que los demás. Sobre todo cuando esa forma de rendición viene acompañada por la resistencia a cualquier idea de adaptación de la enseñanza a la diversidad social, apoyada en el paradigma algo soviético de que hay algo esencialmente bueno, justo e indispensable en la uniformidad centralizada. Tratar distinto a los que son diferentes también es necesario para lograr que las situaciones converjan.

  • Acercarnos a consensos sobre lo que somos y lo que queremos ser, y cómo deseamos que se aprenda a transitar de una situación a la otra, requiere la cooperación de muchos saberes en un clima propicio. Si no estamos dispuestos a aprender juntos, es poco probable que nos pongamos de acuerdo sobre qué y cómo enseñar. Y que seamos capaces de aprovechar este momento histórico en que el país se asoma, por primera vez en mucho tiempo, a la idea de que podemos decidir qué y cómo queremos ser.