La declaración realizada el lunes en nombre del Ejército por su comandante en jefe, general Pedro Aguerre, ha causado comentarios muy diversos, que van del entusiasmo al rechazo, pasando por distintos grados de cautela y escepticismo. Esto se debe a que si bien algunas de sus afirmaciones marcaron efectivamente un “punto de inflexión” histórico en el discurso militar, como él mismo lo señaló, también es obvio que otras resultan difíciles de aceptar, y nadie puede asegurar que ese cambio del discurso será seguido por otros hechos relevantes. En todo caso, puede ser útil preguntarnos a dónde nos parece que resulta necesario llegar, para discernir en qué medida podemos hablar de avances y qué caminos quedan por delante.

Durante más de un cuarto de siglo se le han propuesto al país objetivos de distinta naturaleza, que no deberían confundirse, para la revisión del proceso que desembocó en la dictadura. Algunos de ellos se vinculan con las tareas propias del Poder Judicial: investigar las violaciones de la ley con la intención de identificar a los responsables, sancionarlos y, en la medida de lo posible, revertir algunos de sus efectos más perversos, como la desaparición de restos o la falsificación de identidad de quienes fueron niños y niñas robados a sus familias. En este sentido, lo de Aguerre fue realmente novedoso, ya que aseguró que el Ejército “no aceptará, tolerará ni encubrirá a homicidas o delincuentes en sus filas”: delitos hubo miles y de todo tipo (incluyendo los económicos), mucho más allá de los de lesa humanidad; si tomamos al pie de la letra la declaración leída por el comandante, deberíamos esperar una catarata de revelaciones.

Otras metas planteadas son más complejas y tienen que ver con la reconstrucción social, que no es tarea exclusiva de las instituciones estatales. En este terreno se quiso imponer, sin el menor éxito, una presunta solución consistente en “dar vuelta la página”, que según sus defensores iba a permitir que el país se concentrara en “mirar hacia adelante”. También se ha manejado la idea de lograr una “reconciliación”, a menudo sin que estuviera claro qué implicaba eso en relación con el esclarecimiento de los hechos, y en otras ocasiones sobre la base de conferir a determinados actores la representación de “partes en conflicto” históricas, que debían ponerse de acuerdo para que los ánimos se apaciguaran en todo el país. La vida demostró que estas propuestas eran descabelladas, entre otras cosas porque, como los “ex combatientes” están muy lejos de representar al conjunto de la sociedad afectada, de ningún modo un entendimiento entre ellos podría causar tal efecto (y, además, porque ni siquiera dentro de esos presuntos “bandos” hay acuerdo, ni es posible que lo haya, sobre quiénes pueden hablar en nombre de todos, o sobre qué tienen derecho a negociar con “la otra parte”).

Una meta todavía muy distante es la construcción de un relato histórico socialmente aceptado. Tarea de investigadores, sí, pero no sólo de ellos. Algún día habrá que afrontar con honestidad intelectual, por ejemplo, la ubicación del proceso uruguayo en el contexto de la Guerra Fría, cuando las ideas y los hechos “naturalizaron” el uso de la violencia para decidir qué sistema de convivencia iba a triunfar en el mundo. Cuando desde gran parte de la izquierda se veía al capitalismo como un sistema ilegítimo de opresión, contra el cual era un derecho y un deber rebelarse; y desde gran parte de la derecha se sostenía que toda rebeldía contra “la civilización occidental y cristiana” (armada o desarmada, sindical o estudiantil, política o estética, y aun pedagógica y periodística, como la de Julio Castro) era funcional al enemigo comunista, y por lo tanto debía ser aplastada.

Abordar este debate no implica, por supuesto, aceptar que la mayor parte de la sociedad haya sido víctima de dos bandos violentos igualmente condenables (o sea, no significa defender la narración llamada “teoría de los dos demonios”). Por un lado, porque la responsabilidad de quienes emplearon el aparato del Estado para el terrorismo es, sin duda, de naturaleza totalmente distinta y muchísimo más grave que la de cualquier grupo guerrillero. Por otro, y esto es aún más importante, porque la violencia estatal no estuvo dirigida sola ni prioritariamente contra ese tipo de grupos, sino contra el conjunto del movimiento social que se resistía a la aplicación de políticas antipopulares, antinacionales y antidemocráticas, proponiendo alternativas. De hecho, ni siquiera es posible comprender la naturaleza y las modalidades de esa violencia estatal si se la concibe, apenas, como una operación contrainsurgente agravada por los desbordes de individuos perturbados.

Uno de los principales obstáculos para el intercambio franco acerca de estas cuestiones ha sido el “pacto de silencio para encubrir delitos” del que Aguerre aseguró no tener conocimiento. Ponerle fin sería un paso muy importante para que se pueda empezar a hablar en serio.