Ahora parece que se volvieron todos buenitos. Desde el hallazgo de los restos del maestro y periodista Julio Castro se sucedieron los pronunciamientos militares para deslindar responsabilidades personales e institucionales por los crímenes de las Fuerzas Armadas durante la dictadura. Algunos hasta pretendieron hacerse pasar por ingenuos angelitos, como el infame presidente del Centro Militar, coronel Guillermo Cedrez (“jamás pensé que alguien de mi ejército pudiera realizar algo así”, dijo el muy cararrota), y el monstruoso asesino Jorge Pajarito Silveira (“los responsables de estos hechos aberrantes […] deben responsabilizarse y […] limpiar la imagen de las actuales fuerzas orientales”, escribió desde su celda). Silveira llegó a pedirles protección a los guardias, como si quisiera ganar puntos en ese Gran hermano a la uruguaya que es la cárcel de Domingo Arena, a la que sólo le falta un confesionario.

Mientras, las circunspectas declaraciones de altos oficiales activos marcaban un paso adelante hacia la verdad y la justicia. Corto y vacilante, pero como fue el primero, se lo recibió con aplausos, algunos tímidos, otros entusiastas, que disimularon las mentiras que adornaban las proclamas.

El flamante comandante del Ejército, general Pedro Aguerre, flanqueado por sus generales, declaró el lunes que la fuerza “no aceptará, tolerará ni encubrirá a homicidas o delincuentes en sus filas”. También ordenó la “revocación inmediata” del “pacto de silencio” que impidió durante un cuarto de siglo el juzgamiento de los crímenes del régimen. Aguerre aprovechó para pedir ayuda “fuera y dentro” del Ejército para “obtener información” y “delimitar la responsabilidad material, o no, en este caso [el de Julio Castro] y en cualquier otro que se entienda a futuro”.

Pero en la misma ocasión usó una frase que trae malos recuerdos (“no tengo conocimiento”) para asegurar que ignoraba el pacto de silencio. A ver… En los cuarteles se cometió todo tipo de violación de los derechos humanos. Los sobrevivientes, los familiares de las víctimas y los pocos o muchos militares que participaban en estos crímenes lo sabían. Una cantidad de civiles y uniformados se enteraba porque de esas cosas se habla, con extremo disimulo en una dictadura, con menos discreción en una democracia. Suena al menos improbable que alguien que revistió como oficial del Ejército en los años de terror las desconociera. Más aun si al mismo tiempo su padre coronel estaba preso junto con otros militares demócratas, que sufrieron torturas a manos de sus propios camaradas. Que el pacto existe, sea formal o informal, es evidente en la ausencia de testimonios de miembros de las Fuerzas Armadas acusando a sus pares.

Tres días antes de la conferencia de prensa, el jefe del Estado Mayor de Defensa, general José Bonilla, le había dicho a El Observador que “se tiene que saber quiénes son los culpables” del asesinato de Julio Castro. Era la primera vez que un alto oficial en actividad lo decía en público. Antes se limitaban a cumplir el pedido de los gobiernos presentando informes falsos y desalmados. Pero Bonilla acompañó esa exhortación a la verdad con ciertas mentiras. A saber: “Estas cosas no son comunes en la fuerza. La situación no es reflejo de las Fuerzas Armadas de hoy ni de ningún tiempo. Una cosa es matar en un enfrentamiento y otra cosa es ejecutar a una persona”.

Cuando el Guernica de Pablo Picasso se exhibió por primera vez en la Exposición Internacional de París en 1937, pocas semanas después de que la aviación alemana destruyera aquella ciudad vasca, unos oficiales nazis trataron de intimidar al artista. “¿Esto lo hizo usted?”, le preguntaron, señalando el enorme lienzo. “No, lo hicieron ustedes”, les contestó el pintor.

Una de las respuestas posibles y ciertas a las dudas que ahora exhiben Aguerre y Bonilla es la de Picasso: lo hicieron ustedes. Lo hicieron las Fuerzas Armadas, institución que ambos integran en el segundo eslabón de la cadena de mando, detrás de las autoridades civiles. Institución que, con las recientes proclamas, se trasladó de una zona de ignominia a otra de ambigüedad. Mientras no rompa el muro de silencio, seguirá siendo ante los ojos de los uruguayos decentes la “horda, malón o algo similar” que Aguerre niega que es.

El presidente José Mujica y el ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, dijeron ser ajenos al pronunciamiento del comandante. Resulta lamentable que las autoridades civiles prefieran quedarse de brazos cruzados, cuando lo que corresponde es que les ordenen a los militares admitir sus yerros ante la ciudadanía y colaborar con la Justicia. Si se niegan, al calabozo. O que les den de baja. Aunque las Fuerzas Armadas se vacíen. Porque, como dijo el maestro Miguel Soler, amigo de Julio Castro, de nada le sirven al país “contingentes armados integrados por asesinos inconfesos, por torturadores de hombres y mujeres, por violadores de la constitución y de las leyes, por los causantes principales del sufrimiento de miles de familias uruguayas”.