“Redes sociales” significaba otra cosa hace unos años, pero Facebook, Twitter y compañía se han apoderado de esas palabras. Como en muchos otros terrenos, la representación se independiza de lo representado. La expansión de estos servicios en internet permite la interconexión de personas, a partir de vínculos preexistentes o creados mediante la propia red, con un enorme potencial multiplicador. No todas las “redes sociales” funcionan del mismo modo, ni todos los participantes les dan el mismo uso, pero está claro que sirven, entre muchas otras cosas, para el comercio, el intercambio científico, la difusión de música y la política, incluyendo, como en los países árabes, la promoción y coordinación de protestas masivas contra las autoridades.

El fenómeno es analizado con atención, por ejemplo, desde la cancillería estadounidense (ver el extenso y sustancioso discurso pronunciado por Hillary Rodham Clinton en la Universidad George Washington el martes de la semana pasada, disponible en http://www.america.gov/st/democracyhr-spanish/2011 ).

La responsable de las relaciones exteriores de Estados Unidos intentó establecer “lo que está bien y lo que está mal en internet”. Los nuevos medios de comunicación, dijo, pueden ser empleados para acelerar cambios positivos, pero también para identificar a quienes los impulsan, a fin de reprimirlos.

La señora Rodham Clinton se pronunció, en nombre del gobierno que integra, a favor de “los derechos humanos en línea”, empezando por el derecho a la conexión e incluyendo el derecho a la libre expresión, el de reunión y el de asociación. Condenó los intentos de restringir las libertades o practicar espionaje en internet, pero sostuvo que es preciso garantizar a la vez la libertad y la seguridad, la transparencia como el derecho a la confidencialidad, y tanto la libre expresión como el fomento de la tolerancia y la cortesía.

Todo eso lo argumentó con gran elegancia, pero otro asunto es que el gobierno estadounidense, que ella integra, observe realmente esos principios. Al respecto, hay evidencia histórica y sospechas muy razonables de que, por el contrario, en Estados Unidos existe una verdadera política de Estado, sostenida con independencia de los cambios de gobierno y orientada, como en muchos otros países, a “pinchar” las comunicaciones en internet, operar en esa red de redes en forma encubierta y estudiar muy seriamente las posibilidades de bloquearla o controlarla. En todo caso, está claro que la humanidad no puede cometer la imprudencia de confiar en la Casa Blanca para resolver los problemas de gobernabilidad del ciberespacio. Se trata de una de las grandes cuestiones en las que resulta imperioso construir una verdadera “comunidad internacional”, en escenarios mundiales democráticos.

Mientras tanto, cerquita nuestro y en una escala mucho más reducida, el uso de las “redes sociales” implica, entre muchas otras cosas, problemas nuevos para la relación entre políticos, periodistas y opinión pública. Muchos políticos las emplean como una especie de medio de comunicación propio para difundir ideas, construir imagen y exhibir como un trofeo -al igual que otras personas, pero con obvias connotaciones adicionales- su cantidad de “amigos” o “seguidores”. Sin embargo, no siempre asumen las obligaciones asociadas a poseer un medio de comunicación masiva: es raro que intenten demostrar la veracidad de lo que publican y a menudo no se sienten responsables, en Facebook y otros medios adecuados para la interacción (no es el caso de Twitter y otros, que se asemejan más a grandes megáfonos), por difundir lo que escriben sus visitantes.

Algunos portales se rehúsan también a ser considerados medios de comunicación y en ciertos casos deslindan responsabilidad, no sólo por lo que comentan sus visitantes sino incluso por lo que publican sus propios periodistas. Muchas veces al usuario se le tolera el anonimato y se le concede una cuota importante de impunidad para inventarse un personaje y disparatear a gusto, quizá mientras hace sebo en su lugar de trabajo, empleando la conexión de su empleador. En estos casos, la cantidad de visitantes no es sólo un medidor de prestigio, sino también un argumento para captar avisadores: no todos están dispuestos a correr el riesgo de ahuyentar público y hay quienes piensan que les conviene albergar discusiones acaloradas para aumentar el tráfico.

A su vez, el uso de identidades ficticias tiene frecuencias distintas según la plataforma: es muy habitual en los blogs y bastante menos, por ejemplo, en Facebook.

En este marco, el registro periodístico de lo que ocurre en el ciberespacio exige afinar criterios. Los comentarios de “amigos” en la página de Facebook de un político son relevantes cuando dicen algo sobre el tipo de personas que la frecuentan, o el tipo de respuesta que generan determinadas posiciones. Se ubican en un punto intermedio entre la información acerca de lo que se comentó entre asistentes a un acto político callejero y lo que dijeron asistentes a una reunión con dirigentes (porque no se puede probar que el político “escuchó” el comentario y cabe la posibilidad teórica de que pase días sin mirar qué se escribió en su muro).

La semana pasada tuve un intercambio de mensajes sobre estos temas, a partir de una nota publicada por la diaria, con Felipe Schipani y Sebastián Sanguinetti, dirigentes de la agrupación colorada y bordaberrista Vamos Jóvenes, que se agrega a la versión digital de esta nota en http://ladiaria.com. Sería interesante conocer opiniones de lectores al respecto, aprovechando la oportunidad para aprender juntos que nos brinda internet.